COLUMNISTAS
hechos del bicentenario

23 de marzo de 1976

Este es el año del Bicentenario. Se trata de un momento de recordatorios y de conmemoración. Para que la facultad de la memoria se ponga en funcionamiento existe una especialidad que se llama “historia” y un grupo de especialistas que se hacen responsables de su relato: los historiadores. Luego también contamos con otro grupo, ya más generalizado e informe, conformado por “testigos”. Su actividad consiste en darnos su testimonio.

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Este es el año del Bicentenario. Se trata de un momento de recordatorios y de conmemoración. Para que la facultad de la memoria se ponga en funcionamiento existe una especialidad que se llama “historia” y un grupo de especialistas que se hacen responsables de su relato: los historiadores. Luego también contamos con otro grupo, ya más generalizado e informe, conformado por “testigos”. Su actividad consiste en darnos su testimonio.
Ni a la historia ni al testimonio les corresponde un único tipo de narración. Se puede contar la historia de varios modos y con una variedad de formas de expresión. Pero no sólo se trata de la pluralidad de estilos, sino del contenido de lo que se narra. El sentido de una narración histórica depende de las preguntas que se hace el historiador y, además –es bueno tomarlo en cuenta–, contra qué otra versión despliega su perspectiva de lo que aconteció allá lejos y hace tiempo. Todo relato es un contra-relato.
Los hechos jamás están desnudos sino mediados por documentos que son decretos, cifras, medidas administrativas, y decisiones estratégicas inteligibles a partir de un sentido dado por la situación en las que se formulan. Esta situación no se cierra sobre sí misma en una totalidad. Cualquier período histórico es inacabado, su recorte es arbitrario y sus efectos tienen una resonancia de la que cuesta delimitar el momento en el que finalmente se diluye.
Por eso la complejidad de la historia no se reduce a una cadena de causas y sus correspondientes efectos ni a una totalidad que satura su significado en una línea de fuerza mayor o en un acontecimiento aislado.

Por otra parte, el testigo es puntual. Es un átomo. No es objetivo. No es más que un punto de vista. Dice lo que ve y oye. No tiene la investidura de un saber que le permita trasmitirlo con autoridad a sus contemporáneos ni entregarlo al porvenir con una síntesis significativa. No tiene otra autoridad que la de su vivencia, y su experiencia no es ingenua ni virgen. Es un elemento individualizado de las corrientes de opinión de su época.
El valor del testimonio depende de su inscripción en una historia. Doy un ejemplo para comprender lo que quiero decir: el libro de Primo Levi Si esto es un hombre. Es el escrito de un italiano de profesión químico que estuvo en un campo de concentración nazi. Es uno de los textos más importantes de la modernidad. El concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt adquiere dimensiones impredecibles con el relato de Levi. No se trata sólo de los exterminadores, sino de las víctimas y de lo que puede hacer el terror con ellas. Habla de la vergüenza del sobreviviente y de la “zona gris” en las situaciones límite.
Algunos de mis compañeros del Ciclo Básico Común de la UBA en la materia filosofía lo dan como material de lectura del cuatrimestre. Muchos alumnos lo leen como un texto para el próximo parcial no muy diferente de otros de lógica o de análisis proyectual. No hay emoción, porque no hay comprensión, y no la hay a pesar de que el estilo literario de Levi es tan claro y breve que asombra por su economía de palabras.
Pero si no se sabe nada de racismo, de antisemitismo, de odio entre pueblos, de Hitler, de la Segunda Guerra Mundial, de Auschwitz, el testimonio no es más que una prosa neutra que hay que capturar literalmente para luego restituir ante la requisitoria del docente.
Se ignora la historia y así también se anula la palabra del testigo. Pero hay testimonios que ingresan a la historia y la modifican. Un testimonio puede subvertir la historia de los historiadores que, por otra parte, se basa en testimonios. Pero, por lo general, el material histórico que seleccionan proviene de personajes con poder, autoridad, protagonismo, y rara vez de los pequeños hombres sin destino que de repente se ven envueltos en los torbellinos épicos.
Vuelvo al Bicentenario y agrego otra fecha puntual a la nota de la semana anterior –“Amarcord”– que hablaba del 2 de abril de 1982, día de la invasión de las islas Malvinas. Me refiero ahora al 24 de marzo de 1976, mejor dicho al 23 de marzo de aquel año.

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¿Cuál era la posición de la sociedad argentina ante la inminencia de un golpe de Estado? ¿Favorable? ¿Desfavorable?
¿Por qué esta pregunta puede parecer tan extraña siendo en definitiva obvia? No es una pregunta que les guste a muchos historiadores argentinos porque plantea lo que afirmaba el filósofo Nietzsche, eso de que la historia la escriben los vencedores. Y por otro lado, también interroga si la historia y su relato se agotan en las posiciones que tienen en su momento los que ocupan la escena que luego serán tabulados por la valoración moral o ideológica adoptada por el narrador.
La memoria argentina elaborada por historiadores, periodistas, políticos, autoridades en general, se especializa en lo que rodea al poder, y no a la sociedad que a pesar de que aparentemente figura como una entelequia indiferenciada es menos abstracta que el famoso poder.
Interpelar a la sociedad no es cómodo porque formamos parte de ella. El poder por algún motivo secreto siempre está enfrente, arriba, del otro lado, ajeno y usurpador. La sociedad es más dispersa, se expresa en corrientes de opinión institucionalizadas, es prenda periodística y mediática, se palpa en la calle, es parte de conversaciones en lugares públicos y privados, resulta de la conciencia individual que sabe que su sentir no está aislado de la colectividad y que con frecuencia es compartido por otros. Lo colectivo está bastante menos distribuido en trincheras que lo que pretenden quienes analizan a las sociedades como estamentos ocupados por sujetos ideológicos enfrentados a partir de sus principios y sus doctrinas. Nuevamente la zona gris de la que habla Levi.
La “mayoría silenciosa” a veces hace ruido. ¿Y qué decía en aquel marzo del ‘76 tres años después de la euforia liberadora de calles y balcones? La guerra entre formaciones especiales, triple A, guerrilla, las bombas, los secuestros, la hiperinflación, el rodrigazo, la guerra sindical, la presidenta Isabelita, la sangre derramada diariamente y el clima de espanto ciudadano… ¿qué salida tenían? ¿Por qué hubo tanta gente que pensó que no había otra solución, sino la militar? ¿A qué se debió el hecho de que periodistas y medios que luego se jugaron la vida denunciando al Proceso, cuando nadie lo hacía, con reclamos por los torturados y desaparecidos, pensaron en marzo del ‘76 que no había otra solución sino la militar?
Ahora, que conmemoramos el Bicentenario, podríamos hacer el esfuerzo de no inventar una vez más al pueblo argentino. Hay demasiados dueños de la verdad que se adjudican la propiedad de su identidad. Si las mayorías van a contracorriente del ideal preestablecido, las vanguardias dicen que el poder les ha robado el alma colectiva. La teoría de la alienación es muy peligrosa. Supone que la gente, salvo los esclarecidos, están engañados. Hoy esta teoría se ha rejuvenecido gracias a las campañas contra los monopolios mediáticos acusados de mentirle “inconvenientemente” al pueblo. Los iluminadores de conciencia, oportunistas en el presente, prefieren apagar la luz cuando se trata de nuestra historia.

*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).