COLUMNISTAS

A destiempo

Junta las manos, y los anillos de las manos, en la señal inconfundible de la imploración cristiana. Ladea apenas la cabeza: es su gesto predilecto. Y esboza con estrategia su sonrisa irresistible. Es Cristina, la presidenta argentina, que ha llegado un poco tarde a la reunión de los mandatarios del mundo, a la foto conjunta que van a tomarles para imprimirla en tiempo presente (noticia del día: la plena actualidad) y a la vez para legarla al futuro (el destino de los hechos trascendentes: la difusa posteridad).

|

Junta las manos, y los anillos de las manos, en la señal inconfundible de la imploración cristiana. Ladea apenas la cabeza: es su gesto predilecto. Y esboza con estrategia su sonrisa irresistible. Es Cristina, la presidenta argentina, que ha llegado un poco tarde a la reunión de los mandatarios del mundo, a la foto conjunta que van a tomarles para imprimirla en tiempo presente (noticia del día: la plena actualidad) y a la vez para legarla al futuro (el destino de los hechos trascendentes: la difusa posteridad). Cristina llega tarde y se disculpa. Es gente ocupada esta que la estuvo esperando; hay uno que está haciendo una guerra, otro que sofoca separatismos, otro que rediseña Europa, y hay varios que se atajan de cara a la recesión. Los clavó la presidenta: a Bush, a Merkel, a Lula, a Berlusconi. Al llegar les hace caritas. Más de uno recordará, aquí en Washington, que hace meses, allá en Lima, pasó más o menos lo mismo. Formaron los encumbrados dos filitas para el retrato, un poco como colegiales y otro poco como integrantes de un coro, y tuvieron que hacer tiempo, esos que nunca tienen tiempo, porque se retrasaba Cristina.
Ella acude por fin, y todo lo resuelve a golpes de encanto. Procede como mujer, o al menos como lo que la convención, si es que no el estereotipo, indica para la mujer. Primero, llegar siempre tarde; luego, seducir con las artes de lo femenino para hacerse perdonar las macanas (que expliquen su puntualidad la Bachelet o la Merkel, que digan si es por una mengua en la belleza que la practican, o por puro rigor del temperamento prusiano).
El mundo contempla la escena. ¿Es un papelón? En cierto sentido sí. Pero en otro sentido, menos evidente si se quiere, puede que no lo sea. Porque la presidenta argentina tal vez no llega tarde, sino más bien a destiempo. Y no lo hace por simple descuido, sino con sumo cuidado. Llega a destiempo, sí: con toda intención se desacompasa del resto. ¿Para decirles más o menos qué a ese señor que se llama Bush, a ese señor que se llama Berlusconi? Para decirles que su tiempo (el de ellos) no es el mismo que el suyo (el de ella). Que el tiempo del que ella proviene, y al que ellos reputan caduco, el tiempo de la sensibilidad social, el tiempo de las regulaciones de Estado, es el que cuenta y es el que importa. No importa que sea el pasado, y que por ser el pasado a ella se le haga un poquito tarde; porque ese pasado ahora resulta ser lo más verdadero y lo menos engañoso. Lo que importa entonces es esta desatención al presente de los poderosos. Esos mismos que creyeron en el final de la historia por el neoliberalismo triunfante, esos mismos que creyeron que el tiempo se detenía en la victoria total del mercado total, ahora tienen que esperarla. ¿A quién? A ella. Ahora tienen que perder su tiempo. Por ella. Ahora tienen que hacer tiempo. Para ella.
¿La entenderán? Es improbable. Puede que ni siquiera Lula, que es aliado, vea en la situación otra cosa que un error de protocolo, un desplante y nada más. Es cierto que no faltan algunas risitas cómplices, o la cabeza gacha del que accede a dejar pasar lo que por lo demás ya ha pasado. Pero entender, lo que se dice entender, ¿la entenderán? Porque hay otros que en cambio se ofuscan, y no intentan disimular para nada ese fastidio. Entonces puede que no: que no la entiendan. No por eso va a temblarle el pulso, ni el coqueto relojito que lleva puesto sobre él, a la presidenta argentina. Porque si hay algo de lo que está convencida, y lo ha declarado, es que su lucha es esa que libran aquellos que han entendido contra aquellos que no entienden o no quieren entender. Es la parte antipática de su proverbial simpatía: su contracara o su antítesis.