COLUMNISTAS
DEMOCRACIA Y REPRESENTACION

¿A quién le importa?

Esta vez, mi columna no tiene su origen en una “noticia” o tema específico de la actualidad de estos últimos días, sino en una experiencia a la vez más global, más vaga –y a decir verdad, poco placentera– de mi relación con lo que pasa en nuestro país y en el mundo, experiencia que probablemente se configura a lo largo de un cierto tiempo y no, como me pasa habitualmente, en el contacto puntual con una información.

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Esta vez, mi columna no tiene su origen en una “noticia” o tema específico de la actualidad de estos últimos días, sino en una experiencia a la vez más global, más vaga –y a decir verdad, poco placentera– de mi relación con lo que pasa en nuestro país y en el mundo, experiencia que probablemente se configura a lo largo de un cierto tiempo y no, como me pasa habitualmente, en el contacto puntual con una información. La susodicha experiencia me llevó, entre otras cosas, a preguntarme por qué diablos escribo columnas en el diario PERFIL –lo que implica inexorablemente preguntarse también por qué este último las publica. Llegado a ese punto encontré equitativo plantear, respecto de mi propio discurso, la cuestión que el domingo pasado formulé en este mismo diario a propósito de la frondosa discursividad de la señora Presidenta: ¿a quién le importa? El haber llegado a ese cuestionamiento tiene sin duda mucho que ver con la lectura –que estoy haciendo en estos días– de un libro de entrevistas a Jacques Rancière realizadas entre 1976 y 2009 y publicado hace unos cuatro meses: Et tant pis pour les gens fatigués (“Y tanto peor para la gente cansada”). Como suele ocurrir con muchas preguntas, el resultado –que sigue– no es una respuesta, sino apenas un experimento mental.

Deslumbramiento ante la inteligencia de un filósofo que reivindica la ignorancia y el derecho de n’importe qui (“no importa quien” = cualquier persona) a ocupar las posiciones de poder de una sociedad, como fundamento de la igualdad democrática. “Democracia y representación –dice Rancière– son conceptos muy diferentes. El principio fundamental de la democracia no es la representación, la elección, sino el sorteo, lo único que evita la confiscación del poder por parte de una clase especializada.” El principio de representación remite en cambio a la repartición del poder en términos de nacimiento, riqueza, saber… Entonces, hablar de “democracia representativa” es expresar un concepto contradictorio, que reposa sobre la alianza inestable entre el principio de la democracia y el principio de la representación. “La democracia no es ni una forma de gobierno ni una forma de sociedad: es la institución misma de la política, la afirmación de la capacidad radical de cualquier persona.” Por eso la democracia “debe re-desplegarse continuamente, a través de la invención de situaciones políticas y de sujetos políticos”. Es una mejor República la que permite preservar esa latencia inestable, la posibilidad de esa dinámica que en cualquier momento pueda cuestionar los sistemas institucionales de repartición de identidades, y que produce la máxima perturbación cuando se encarna y se manifiesta en aquellos que, por definición, “no cuentan”, que son aquellos con los que no se puede contar. Y a los que tampoco hay que contar: ¿se acuerdan cuando nuestra Presidenta explicó que discutir cuántos pobres hay en Argentina era ofenderlos?
Esos que ni vale la pena saber cuántos son no tienen voz. Yo tengo voz: escribo en el diario PERFIL. En una época no muy lejana, la tentación de la izquierda fue la de hablar en nombre de los que no tienen voz; los que saben, toman la palabra en nombre de los que no saben: yo voy a explicarles a todos lo que ustedes necesitan, cuáles son sus intereses, qué les conviene hacer. Conocemos las terribles consecuencias de ese error histórico, que muchas veces se condensó en la categoría del “intelectual”.

“Nadie tiene fundamento para hablar en tanto intelectual –nos recuerda Rancière en su libro Momentos políticos–, lo que significa simplemente que todos lo somos.” “No existe ni un deber hacia la comunidad que empuje a los ‘intelectuales’ a la enunciación política, ni vergüenza por sus privilegios que deba llevarlos a evitarla (…) Simplemente porque no hay sujeto colectivo identificable bajo ese nombre, antes que se manifieste en acto (…). La ‘condición intelectual’ no es otra cosa que la condición general del animal humano.”
No hay pues otra cosa que el acto de enunciación, sólo él se puede justificar a sí mismo. En este caso decir, una y otra vez, que nuestro sistema republicano transgrede, una y otra vez, el principio de la igualdad “del animal humano”. Nada que expresar en nombre de nadie –ni de los pobres, ni de los intelectuales, ni de los expertos. Porque sólo seguirá habiendo política en la medida en que siga siendo posible que, en un acto de reclamo de igualdad, los que no cuentan pongan en cuestión la manera en que el sistema hace sus cuentas.

*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.