Con idas y vueltas, irregularidades y anomalías, miedos y esperanzas, mis dos hijos empiezan las clases. En escuelas públicas. La más chiquita va al jardín, el más grande empieza la primaria. Todo está movilizado en casa. Nada quedará en su lugar después de esta semana. Y yo, que creía ya haber saldado mi deuda con estos fantasmas de blanco, vuelvo a la escuela.
La directora comparte su duda con los padres: no saben muy bien qué día empiezan. Hay paros, jornadas, regiones, voluntades mixtas, falencias de todo tipo. La empresa que el Estado terceriza para que pinte las aulas (como si el trabajo fuera privado) no ha terminado la obra a tiempo, pero si es necesario daremos clase en la biblioteca, nos dice.
En el parque donde se levanta la escuela hay un palo borracho enorme bajo cuya sombra se arremolinan mis hijos, sus compañeritos nuevos, sus maestros en una lluvia de flores. Al pie del árbol, una placa. “Agustín Nahuel Peralta (04-05-88 / 23-10-98) fue alumno de la escuela. Cuando tenía 5 años sembró la semilla de este palo borracho, siendo éste un retoño del que el Perito Moreno plantó en los jardines del actual Colegio Bernasconi. Agus soñaba con que su palo borracho fuera el más grande y el más alto. Ayúdennos a cuidarlo”.
Agustín no vivió para verlo porque murió a los 10 años de edad. Este niño que se llevó consigo toda la infancia hizo un pequeño gran gesto eterno, una celebración enigmática tal vez innecesaria a los ojos curriculares, quizá alejada de toda ceremonia vacua o del izado automático de una bandera o el recitado de una oración altisonante que ningún chico entiende, un acto vital que nos alcanza a todos, que nos reúne bajo su sombra, la sombra de un árbol protector que es el retoño de otro, en otra escuela pública donde también darán batalla niños, maestros, padres, argentinos, inmigrantes, mujeres, hombres.
No hay trabajo más entrañable que el de maestro. Y ojo que hay mucho garca dando vueltas que quiere convencerte de lo contrario.