Siempre me repetía: “El éxito depende de haber elegido bien a los padres”. Yo tuve mucha suerte porque Mario Roberto Alvarez fue uno de mis padres. Pero se me fue el sábado pasado. Mientras él partía yo estaba escribiendo la contratapa de la edición de ese día dentro de una de sus obras: el edificio de la calle Chacabuco 271 de la Ciudad de Buenos Aires. Hace 14 años que la sede central de Editorial Perfil ocupa ese edificio, y desde entonces no dejamos de frecuentarnos. El paso del tiempo –murió con 98 años– obligó a que se espaciaran esos contactos, pero hasta que su salud le impidió salir de su casa, como buen padre tuvo asistencia perfecta a todos los actos de Perfil: la última vez que lo vi fue el año pasado en los premios de la revista Fortuna.
Lo conocí cuando tenía 84 años, conversé con él asiduamente durante más de una década pero nunca sentí la diferencia de edad. El era como sus edificios, de un modernismo clásico que resiste el paso del tiempo, como le gustaba explicar: “Síntesis, sobriedad, simplicidad y eficiencia, eso es lo que perdura, todo lo demás es moda”.
Como buen padre, me legó hábitos filogenéticos. Por ejemplo, me enseñó que debía comer el helado con tenedor y no con cuchara, costumbre que mantengo disciplinadamente. El tenía teorías para todo; en el caso del helado porque el tenedor permite quebrar más fácilmente la resistencia sólida de lo casi congelado y “se duplica la sensación de sabor porque además de recibir el gusto del helado en el paladar se lo percibe también en la lengua a través del espacio inferior que deja libre un tenedor y no una cuchara”. ¿Cómo discutir microfísica aplicada con quien había construido desde el Túnel Subfluvial que pasa por debajo del río Paraná hasta el único edificio hecho integralmente de acero, la ex sede de Somisa, como si fuera una Torre Eiffel de oficinas?
En el pequeño ejemplo del helado se revela la personalidad entera de Mario Roberto Alvarez. Su perfeccionismo obsesivo le hizo ir personalmente con un martillo al Teatro General San Martín, la obra que más quiso, a romper él mismo un trabajo mal realizado para garantizarse de que el proveedor tuviera que cambiarlo y no se conformara con un remiendo.
Otra anécdota que recuerdo –al contármela sentí que hablaba su inconsciente– fue cuando se recibió de arquitecto con medalla de oro en 1936 y una tía le dijo: “Pero, Mario Roberto... ¿por qué te recibiste de arquitecto? ¿Por qué no seguiste estudiando un poco más y te recibías de ingeniero?”. El recuerdo de aquella frase por algo le resonaba. Pienso que su estilo extremadamente racionalista pudo tener entre sus fuentes al ingeniero que él llevaba dentro del arquitecto. Resonancia que se repite cuando Mario Roberto Alvarez definió a su competidor contemporáneo más emérito, Clorindo Testa, como “más escultor que ingeniero”.
Ese Mario Roberto Alvarez estoico, de la virtud por la virtud, geómetra –cuando él estudió la carrera de Arquitectura se dictaba en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (sic) de la UBA–, quizás haya sido un regalo de la fortuna para quienes habitan y gozan de sus obras, pero para él mismo tanto esmero por la perfección pudo haberle resultado una carga. Un don tan fructífero para los demás pero que le haya hecho pagar costos internos.
A su hija Juana (las vueltas de la vida, fue jefa de Redacción de la revista Mujer de Editorial Perfil en los años 80) y a su hijo Bimbo (también se llama Mario Roberto), un abrazo fraterno de muchos de los integrantes de estas redacciones que tenemos el privilegio de llevar adelante nuestras tareas en una obra de su padre.
El genial Antoni Gaudí decía que el arquitecto es quien puede ser sintético, o sea, capaz de ver las cosas en conjunto antes de que estén hechas. Mario Roberto Alvarez lo era, y de esos que –además– ven palabras escritas en el espacio.
Hoy, en el suplemento Home, un tributo a Mario Roberto Alvarez.