Cristina y la oposición están alineados: los dos contemplan con agrado el deterioro progresivo de Alberto. Alberto le pone egg, le da su pulmón descosido al Covid: va a todos los programas, quizás confiado en que volverán los días en que su imagen repunte. Su abnegación en la tarea comunicacional podría contar con otros fusibles, pero Alberto es el fusible por excelencia, sometido al desgaste permanente. Sus lazos con la empatía y el sentido común se erosionan: su tendencia a culpar a la población por el aumento (inevitable) de casos y frases como “Querían salir a correr, salgan; ahí están las consecuencias” lo colocan en el rol de un padre imposible de respetar. Es empujar el paternalismo donde ni el paternalismo quiere ir. Aunque a las feministas K les encante que un papi autoritario les dé cátedra, la población no es tan sumisa.
El episodio con Cristina Pérez fue un show feminista: la mujer se luce y el Presidente solo hace gala de su escasa capacidad retórica. Como muchos peronistas seniors, Alberto tiene un uso muy limitado de la ironía, siempre está hablándole a la hinchada para que entienda. Alberto no maneja el arte de la injuria borgeano; hay tantas maneras de mandar a alguien a estudiar sin decírselo, pero su respuesta lo humilla a él. No es un evento particularmente misógino: hay que entenderlo a Alberto como un pollerudo de Cristina, al que se le volvió irresistible hacerse el fortachón con otra Cristina.
Alberto le habló como una “igual” porque, ahora, son lo mismo: los políticos y gente de la TV forman parte de la clase libre que puede circular y abrazarse por los sets sin ser llamada irresponsable, mientras el resto (los encerrados y retados) mira. Es formidable que la televisión sea una tarea esencial, y no la Justicia ni el Congreso como en el resto de los Estados de derecho. Quizás Alberto nos pueda mandar a estudiar este absurdo del derecho del PEN-e (el Poder Ejecutivo Nacional en inclusivo).