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Estrategia política

Alberto y Horacio, ¿un legado posible?

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Alberto Fernández - Horacio Rodríguez Larreta. | Pablo Temes

Fue el 9 de Julio, una fecha simbólica. El presidente Fernández pasaba lista a los mandatarios y, cuando le tocó el turno de Capital Federal, dijo sin titubear: “Está el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires: mi amigo, Horacio Rodríguez Larreta”. La confesión copó los titulares de los medios, sacudió a las redes sociales y movió las placas tectónicas del círculo rojo. El cimbronazo fue de tal magnitud que, días después, el representante de los porteños tomó distancia y aclaró: “No soy amigo de Alberto ni de Macri”.

Hoy, esa confusión afectiva o semántica parece pertenecer a un pasado lejano. Fernández anuncia la extensión de la cuarentena en soledad, despotrica contra la supuesta “opulencia” de CABA y, semanas después, le quita un 1% de la coparticipación federal. Pero no fue hace mucho que estos dos líderes se pusieron de acuerdo para enfrentar al Covid-19. El tiempo vuela (y más en Argentina). Ahora, sin caer en un optimismo terco, ¿cuál es el legado que nos dejan ambos líderes? O yendo más al plano comunicacional: ¿qué condiciones se dieron para que se forjara ese vínculo de confianza entre ambas figuras políticas?

En una era agrietada, saturada de trolls, falacias ad hominem y cámaras de eco, el primer elemento fue el realismo, lo opuesto al mesianismo que milita el monopolio de la enunciación por parte del caudillo porque cree que es un ser clarividente. Larreta y Fernández fueron –ante todo– sujetos prácticos, conscientes de las limitaciones que imponía el contexto. Por eso, buscaron ensanchar sus márgenes de acción a través del diálogo, es decir, del intercambio de verdades relativas. Nada de certezas de hierro ni máximas prepotentes, herramientas típicas del fanatismo; humildad, análisis y trueque de hipótesis fue su fórmula.

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A su vez, ambos ejercieron liderazgos convergentes. ¿Qué quiere decir esto? Que intentaron acumular poder mediante las coincidencias más que sobre las disidencias. Los dos miraron hacia el centro del escenario, donde habitan el sentido común y los intereses de la mayoría. En ese sentido, utilizaron un tono mesurado; no emplearon hipérboles ni frases ambiciosas. Se presentaron más como actores coyunturales que “hijos de la historia”. Un dispositivo discursivo disruptivo para la Argentina de los últimos años, que se basó en el verbo cortante y los extremos ideológicos.

Otra dimensión comunicacional contemporánea que entendieron ambos gobernantes es la horizontalidad. Una prueba fehaciente de esta simetría era cuando se llamaban mediante los nombres, “Horacio” y “Alberto”. Detalles que hacen la diferencia. Y un recurso clave para trazar ese trato entre pares fue el humor. Por ejemplo, en una conferencia de prensa Larreta lo chicaneó al Presidente con los pocos hinchas que tenía Argentinos Juniors. Ingenio, espontaneidad y cultura popular (fútbol) fueron ingredientes eficaces para generar complicidad entre ellos y, en simultáneo, empatizar con la opinión pública. Claro que, en un contexto sensible como el que atravesamos, es fundamental distinguir el recurso (excepción) del estilo (norma). En otras palabras: una risa descomprime; cinco frivolizan la situación.

Los verdaderos liderazgos son pedagógicos: alumbran, enseñan y guían. Pueden cambiar códigos sociales, culturales y políticos; inaugurar formas que con el tiempo se convertirán en costumbres. A pesar de que comiencen las fricciones y los contrastes, quizás, esta comunicación fundada en el respeto y la tolerancia sea el activo que nos dejen Fernández y Rodríguez Larreta después de esta crisis. Una manera distinta de entender al que piensa y, sobre todo, siente diferente. Que el opositor sea visto como una oportunidad, no una amenaza. En el país del péndulo y de la efervescencia permanente, sería revolucionario transformar esta relación en un ejemplo a seguir.

*Profesor, investigador y coordinador académico del Posgrado en Comunicación Política e Institucional de UCA.