La derrota electoral del oficialismo ha provocado que la idea del diálogo entre las diferentes fuerzas políticas y sectores sociales aparezca como método para intentar superar el deterioro institucional y social en que el país se encuentra. Las cuestiones atinentes a la cultura no están exentas ni del deterioro ni de su superación mediante el intercambio y confrontación de ideas.
La actividad cultural de una nación implica el ejercicio de un grupo de derechos humanos esenciales, protegidos en nuestro sistema jurídico por normas que ocupan la máxima jerarquía y que provienen de la Constitución y de los tratados internacionales a los que se les ha otorgado rango constitucional. El Estado debe garantizar el debido y razonable ejercicio de este grupo de derechos a través de sus órganos de gobierno.
También la actividad cultural tiene un aspecto económico, pues es productora de bienes y riqueza, genera empleos directos e indirectos y forja la identidad de un país; este hecho impone al Estado la función de crear los instrumentos necesarios para fomentar la producción de bienes culturales.
La cultura de un país es la que le otorga personalidad dentro de la comunidad internacional y, por lo tanto, constituye un instrumento de su política exterior, ya que la imagen y prestigio de una nación se construye con símbolos culturales que la diferencian de las restantes, y esto facilita el desarrollo de los aspectos políticos y económicos de las relaciones con la comunidad internacional.
Estas tres dimensiones que adquiere la cultura en el desarrollo de una nación demuestran la necesidad de que se le otorgue al fomento de la actividad cultural el debido rango de cuestión de Estado, pues el destino de una nación está directamente vinculado al fortalecimiento de su cultura en las tres dimensiones señaladas.
Pero no podemos olvidar que el fomento de la cultura no puede tomarse como autónomo de la política educativa. Un Estado que no garantiza a sus habitantes el derecho de enseñar y aprender, que no impone en los programas escolares la enseñanza artística en sus múltiples formas, que olvida enseñar el lenguaje audiovisual –que es hoy el que primero aprenden los niños–, no puede desarrollar una política cultural exitosa, porque entonces dejará la cultura para los grupos minoritarios que la cultivan y practican. Es imprescindible incorporar con decisión y fortaleza en todas las jurisdicciones la enseñanza de las artes y la comprensión de los fenómenos culturales en la enseñanza obligatoria, y que la educación tome el fenómeno de las democracias contemporáneas, que es la multiplicidad de la expresión.
Tal como afirma Daniel Molina, el arte de nuestra época coincide con el ritmo actual del mundo: es múltiple, no autoritario. Está en cambio permanente y es ambiguo. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y más aún desde la caída del Muro de Berlín, la vida cotidiana está cada vez menos regida por normas y valores absolutos. Esta libertad es inédita: sólo se vivió un clima espiritual parecido hace dos milenios, entre el triunfo ateniense en las Guerras Médicas y la caída del Imperio Romano. Marguerite Yourcenar escribió que esa época fue el momento en que los dioses ya se habían ido del mundo y Dios no había logrado ser el único.
Y así como en los años de Alejandro, César y Adriano, junto a Platón, Sófocles y Virgilio, hoy también es un tiempo de diálogo. Ellos se permitían el disenso porque estaban de acuerdo en lo esencial: sabían que en la discusión de ideas estaba el camino para construir juntos un mundo de sentidos plurales. Ese mismo mundo que debemos recrear hoy porque la diversidad es la marca de época y porque la democracia del siglo XXI es aquella que permite a la mayor cantidad de individuos expresar sin límites su singularidad.
*Profesor de Derecho Constitucional y Legislación Cultural en UBA, UNC y Flacso.