COLUMNISTAS

Algún día cambiará

Los cortes en distintos puntos de la ciudad transforman la vida cotidiana en un caos infernal.

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En algún momento cambiará la dirección del viento. Es inexorable. Está escrito en la pared. No puede ser de otra manera. Lo único que le debe preocupar a la sociedad es si ese cambio será traumático, doloroso o perjudicial, o va a ser negociado, pausado, positivo y propicio para la vida de todos. Ya no una ocurrencia excepcional sino un rasgo cotidiano que nuestra vida en la calle es un infierno. Once años después de que comenzara la actual administración, en esa infinita llanura demográfica que es la zona metropolitana, desplazarse es una hazaña y un misterio cotidiano de imposible desciframiento.

El capítulo de este jueves 27 de febrero es apenas uno más (desgraciadamente, no será el último), de una situación que ha formado un callo. La sociedad argentina ha terminado endureciéndose, naturalizando la transgresión y buscándole para su comodidad explicaciones ocasionales. En algún momento esto deberá terminar, a menos que la Argentina resuelva deliberadamente, como expresión de un deseo orgánico, convertirse en trampa cotidiana. Es imposible que no llegue ese momento cuando, efectivamente, se decida que esto, así, no puede seguir. Esto tiene que cambiar.

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  1. ¿Acaso estamos en nuestro país debatiendo la constitucionalidad del derecho de manifestarse? No.
  2. ¿Estamos, tal vez, cuestionando el derecho del pueblo a expresar su deseo y a formular sus críticas? No.
  3. ¿Está consagrada en la Argentina la libertad de expresarse? Sí.
  4. ¿Se verifica en los hechos cotidianos? Sí.

¿Y por qué la vida es., entonces, un imposible cotidiano? ¿Por qué las palabras caos, colapso e infierno aparecen -estadísticamente- como las más mencionadas por los medios de comunicación?

Porque la vida cotidiana es un caos, un colapso y un infierno. Lo de hoy, en consecuencia, es la continuidad de una saga que arrancó hace muchos años. Quien habla, en reiteradas oportunidades, y no puedo menos que remitirme a mis libros, sobre todo al último, Esto que Pasa, se ha venido expidiendo monótona, obsesiva y monotemáticamente sobre este dilema entre el derecho de circular y el derecho de protestar.

Ya no estamos hablando del derecho de protestar. Lo que normalmente se exhibe como “protesta” es, sencillamente, una herramienta destinada a apretar, presionar y extorsionar en función de los desea de quienes recurren a la acción directa. Años hemos invertido en justificaciones y racionalizaciones para tratar de darle un cariz relativamente promisorio a lo que nos tocaba vivir: pobreza, indigencia, marginalidad social, desesperación, hambre, miseria, falta de soluciones habitacionales. Se puede decir que, efectivamente, para millones de argentinos la vida es una tragedia cotidiana.

Esta semana, por ejemplo, durante dos días, no hubo atención médica en los hospitales de la provincia de Buenos Aires, un castigo para los pobres, no para los ricos, y ni siquiera para la clase media que, de una u otra manera, se las arregla para  pagarse una prepaga. Si es un castigo cotidiano, ¿cómo se comprende que los trabajadores de la salud, además de hacer huelgas, corten rutas para expresar su reclamo? ¿Ha desaparecido del movimiento popular y sindical argentino toda perspectiva de procurar mejoras a través de la petición y el convencimiento? ¿Es tan grande la desesperación de los sectores explotados que la única herramienta que conocen es cortar, bloquear, colapsar y envenenarle la vida cotidiana a la gente?

Del lado del poder -ese poder desnudo, cínico que gobierna en función de sus intereses, lo que hay es una sopa espesa, un guiso maléfico de justificaciones seudo filosóficas: “Nunca criminalizaremos la protesta”, dicen. Ha sido este Gobierno, que ya está en el poder hace casi once años casi, el que consagró la impotencia del Estado. Desde el alegato de que estaban recuperando al Estado, el grupo gobernante sacralizó su impotencia, una decisión de confesar que no puede hacer nada para transformar una realidad caótica.

El argumento que daban normalmente los voceros del oficialismo era que en el momento en que se autorizara a una fuerza de seguridad a ejercer un mínimo de contención, por ser tan bestial tan incompetente y corrupta, seguramente terminaba matando personas. Se eliminaron las balas de plomo, se eliminaron las balas de goma, se eliminó todo. En consecuencia, la calle es de nadie.

Por supuesto que el ejemplo viene de arriba.

Es un gobierno que se ha manejado de manera oportunista, selectiva y discriminatoria respecto de lo que permite y lo que no permite. Este gobierno declaró como causa nacional el corte de un puente internacional que envenenó de manera irreversible nuestras relaciones con el Uruguay, el puente Libertador San Martín, que separa a Gualeguaychú, de Fray Bentos. Jamás se autocriticaron por eso.

Así como hay quienes piensan que hay deudas “buenas” y deudas “malas” (así se expresa el periodismo oficialista) también hay quienes en el Gobierno piensan que hay “cortes buenos” y “cortes malos”, y así estamos. De parte de quienes desde posiciones muy radicalizadas están sosteniendo esta estrategia de cortar, copar, colapsar y embromarle la vida a la gente, ha desaparecido toda esperanza de querer convencer de nada a nadie. Esa militancia, esos cuadros, esos dirigentes saben que desde la tarea que realizan, embromándole la vida a la gente, no puede pretender que suscite simpatía o recoja apoyo, e igual lo hacen, porque no quieren convencer a nadie. Estos cortadores seriales saben que lo único que les importa es apretar al poder para conseguir lo que necesitan.

Se ha consolidado en la Argentina una mirada muy desalmada y cínica de la vida política, bajo la consigna “aprieto para conseguir, y el resto no me interesa”. A nadie ya le importa persuadir, a nadie le importa convencer, a nadie le importa popularizar sus puntos de vista; lo único que le importa a estos grupos y al propio Gobierno es conseguir lo que se proponen a como dé lugar.

En algún momento esto va a tener que terminar. No soy excesivamente optimista. No digo que sea de inmediato, pero en algún momento el viento va a cambiar de dirección y alguien va a decir “esto no se puede hacer”. Que algo no se puede hacer porque está prohibido no significa desafiar o cuestionar las garantías y libertades que protege nuestra Constitución o establecer un régimen de facto que limite los derechos civiles.

En un estado de derecho democrático y constitucional, que asegure garantías y derechos para todo el mundo, hay cosas que no están permitidas y hay cosas que sí lo están.

Por ahora, en la Argentina, todo parece ser posible, sea legal, o no. Así nos va.

(*) Editorial de Pepe Eliaschev en Radio Mitre.