Superaron los 30 o los 40, son de clase media o media alta y pasaron la mayor parte de su vida sin cuestionar la heteronormatividad. Han hecho chistes de putos, ninguneado lesbianas, estigmatizado travestis y naturalizado la práctica de abortos clandestinos. Gracias al impulso de la política, los medios y las redes supieron del feminismo y la deconstrucción, y corrieron a sumarse a las filas de la diversidad sexual y las luchas de las mujeres, adoptando el pañuelo verde y los colores de la bandera LGTBIQ con el vibrante entusiasmo de los conversos. Seguros de haber pasado al bando de los bienpensantes y los jóvenes, aprendieron a no ofender, a usar el lenguaje inclusivo y a incorporar a sus discursos palabras como “interseccionalidad”. Adoran a Judith Butler y a Rita Segato, cancelan machirulos y son re amigues de sus hijes.
De ser varones, sobreactuan su “lado femenino” mientras que ellas hacen lo propio con la gestualidad del empoderamiento. De tener alguna influencia mediática o institucional, no ven contradicción en mostrarse como portavoces de colectivos cuyas problemáticas e internas desconocen.
De ser lindas señoras, no ven banalidad en fijar su adhesión a la causa en Instagram, a través de fotos sexis, acompañadas de textos sobre femicidios y violaciones. Puertas adentro, sin más testigos que los propios, muchas prefieren ser mantenidas como sus abuelas y muchos aceptan mantener, como sus abuelos, a esas que por mantenidas no tendrán derecho a patalear.
Algunos, ejercerán y soportarán violencias de todo tipo, pero seguirán juntos “por los chicos” o “la casa”. Eternizarán, con un estilo de vida fundamentado en un esquema que no discute la preminencia de la familia y la propiedad (en el que el cuerno es el otro nombre del poliamor) aquella tradición que critican cuando traspasan la barrera de la realidad empírica y se sumergen en la fantasía de ser lo que no son.