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Apuntes en viaje

Alice

Cristina me cuenta que Alice entró llorando a la iglesia y salió llorando del brazo del marido. No quería casarse con un hombre del que no estaba enamorada.

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Cristina me cuenta que Alice entró llorando a la iglesia y salió llorando del brazo del marido. | TOLEDO

Artur y Cristina son matrimonio y son traductores. Se conocieron traduciendo y desde hace años hacen el trabajo juntos: uno traduce, el otro lee y supervisa. Tienen un hijo juntos y otros hijos de otras parejas. Son dos portugueses alegres que viven en una pequeña finca en las afueras de Lisboa.

Tradujeron mi libro Chicas muertas y nos encontramos a comer en un bar un mediodía caluroso del verano que se está yendo. Nos acompaña también Cecilia, la editora. Los cuatro estamos contentos, me da gusto charlar con ellos, que hablan muy bien el castellano. El padre de Cristina era gallego, así que ella aprendió con él el gallego y el español. Artur vivió de joven unos cuantos años en España. Pedimos pescado y vino blanco. El lugar es lindo, la mesa está la mitad adentro del local y la mitad en la vereda. Cuando pidamos café, Artur me hará notar que el sobre de azúcar dice Flor da Selva, que es una marca de café, y también el pocillo, y antes de irnos el dueño del bar me va a regalar la tacita.

Hablamos de otros autores latinoamericanos que ellos tradujeron y de lo mal que se paga el trabajo allá como acá. Hablamos de gajes del oficio, de cómo internet es de gran ayuda, de cómo antes a veces tenían que ir a las embajadas a preguntar por el significado exacto de palabras que no aparecían en los diccionarios de la RAE. Sin embargo, Cristina está ansiosa por hablarme de otra cosa. Quiere hablar de mi libro y de lo mucho que disfrutó traduciéndolo. Quiere hablar de lo que habla el libro, de las mujeres, del feminismo, de la misoginia. Y me cuenta la historia de su suegra, Alice.

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La madre de Alice quedó viuda cuando la chica tenía catorce años. Vivían las dos en una granja, sin hombres en la casa ni para el trabajo del campo ni para protegerlas. El asalto a mujeres solas era moneda corriente; los mismos hombres del pueblo, sabiendo que en una casa no había hombre, pasaban y se servían a las mujeres. La mamá de Alice vivía con miedo a que violaran a su hija y también con miedo a perder la tierra. Así que puso el ojo en un muchacho que administraba algunas granjas de la zona. Era diez años mayor que Alice y ella no lo quería, pero con él iban a matar dos pájaros de un tiro: marido y alguien que se ocupara del trabajo. Cristina me cuenta que Alice entró llorando a la iglesia y salió llorando del brazo del marido. No quería casarse con un hombre del que no estaba enamorada. Nadie le preguntó tampoco si quería o no quería. Con el tiempo se resignó, tuvieron varios hijos y ella estuvo a su lado hasta que el marido murió. Nunca logró enamorarse de él, pero lo quiso porque fue bueno con ella. Pero ésta es sólo la introducción a lo que quiere contarme.

Alice tiene ahora ochenta y pico de años y un nieto coreógrafo. Hace un tiempo el nieto escribió una obra para ella, La tundra. Alice tenía un papel central, estaba toda la obra en el escenario, moviendo los brazos como en una danza queda mientras el resto de los bailarines bailaba a su alrededor. La obra fue muy exitosa y viajaron a distintas ciudades. Fue la primera vez que Alice se subió a un avión. Estaba encantada y le pedía a dios que le diera vida para terminar la gira pues no quería arruinarle el espectáculo a su nieto. La gira terminó y Alice sigue cumpliendo años. Siempre le dice a Cristina que de haber sabido que la vida del teatro era tan entretenida, hubiera comenzado antes. Cristina está emocionada y yo también. Me dan ganas de agarrarle la mano, pero no me animo. El sol pega en la vereda y enfrente unos obreros hacen equilibrio sobre un andamio.