COLUMNISTAS
MALVINAS Y SUS SECUELAS

Amarcord

Algo recuerdo del mes de abril del ‘82. Fue un desastre y una vergüenza. La opinión pública parecía unánime en su fervor detrás del dictador. De la izquierda a la derecha, militares y civiles, gremialistas y empresarios, radicales y peronistas, socialistas y conservadores, artistas, periodistas y profesionales, todos estaban unidos en su apoyo a los criminales de Estado. Una vergüenza. Eso es lo que sentí, muy solo, junto a muy pocos otros solos que estaban en silencio y casi nadie con voz. Las excepciones fueron mínimas.

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Algo recuerdo del mes de abril del ‘82. Fue un desastre y una vergüenza. La opinión pública parecía unánime en su fervor detrás del dictador. De la izquierda a la derecha, militares y civiles, gremialistas y empresarios, radicales y peronistas, socialistas y conservadores, artistas, periodistas y profesionales, todos estaban unidos en su apoyo a los criminales de Estado. Una vergüenza. Eso es lo que sentí, muy solo, junto a muy pocos otros solos que estaban en silencio y casi nadie con voz. Las excepciones fueron mínimas.
La muerte de cientos de chicos no sólo fue trágica, sino el escudo que le ha permitido a muchos legitimarse como patriotas en aquellos actos políticos ignominiosos. ¿Qué sucede cuanto se usan valores positivos e ideales civilizatorios con fines espúreos? En mi juventud parecía más claro y definido el lugar de la reacción fascista que todavía tenía un lenguaje propio. No había como hoy comercio de vocabularios. Me fui del país en 1966 siendo estudiante. El gobierno de Onganía se decía nacionalista y católico. La ideología del régimen tenía delimitados los peligros culturales que ponían en riesgo a la patria, según ellos la entendían: los hippies, los judíos y los ateos. Estos tres grupos seleccionados por los ideólogos del “Escorial rosado”, fueron la base predicativa de lo que pocos años después le dio el contenido a la categoría de subversivo. Así declaraban sus principios quienes elaboraron la doctrina de la seguridad nacional de aquel franquismo criollo.
Al subversivo se lo suprime por lo que “es”. No se lo acusa porque haga algo, lo que exigiría un juicio por delito cometido. Por esta mancha ontológica o cualidad inherente aquellas calificaciones de la llamada “Revolución argentina”, y diez años después “Proceso de Reorganización Nacional”, volvían a justificar los procesos inquisitoriales, la quema de herejes y la caza de brujas del Medioevo. El subversivo era un traidor al ser nacional. Era objeto de una supresión ética. No era sujeto de derecho.

El general Galtieri representaba a esa concepción del mundo, y era el jefe de aquella cruzada liberadora que lograba el apoyo de todo el pueblo argentino.
Vergüenza. El uso de los jóvenes conscriptos durante la guerra, su muerte, abandono y derrota, significó la caída del régimen del terrorismo de Estado. No liberaron las Malvinas, nos liberaron a nosotros de aquellos criminales. Fue un resultado insospechado e involuntario. Esta democracia en la que vivimos hace un cuarto de siglo se la debemos a quienes fueron a entregar sus cuerpos al Sur.
Escucho voces que hoy dicen que la principal culpa de Galtieri y de sus colegas del mando superior es no haber tenido la pericia militar de conducir debidamente a su tropa. Hay quienes le reprochan flaqueza moral y su ceguera respecto de las alianzas internacionales. Pero la historia no pertenece al reino exclusivo de las necesidades, no es fatal, existe el azar. Podemos hacer otra pregunta: ¿y si a Galtieri le hubiera ido bien en la batalla y recuperábamos las islas Malvinas? ¿Cómo hubiera reaccionado el pueblo argentino si ya el primer día de la invasión llenaba plazas y cantaba el himno? ¿Quién habría sido el dueño del sillón presidencial en el ‘84, el ‘90, etc., y supremo líder de la argentinidad? ¿Hay alguien tan iluso para hacernos creer que una vez obtenida la victoria en Malvinas el pueblo habría tomado consciencia de los crímenes de la dictadura y aprovechando la oleada liberadora derrocaba también al gobierno militar? Por el contrario, en caso de victoria, Leopoldo Fortunato Galtieri tendría una estatura histórica incomparable, lo pondríamos por encima de Perón, al lado de San Martín. ¿Tenemos idea del precio a pagar por esa supuesta unión nacional detrás de un nuevo héroe? Hubiéramos ungido a un prócer no sólo considerado vencedor de la subversión, sino del imperialismo británico.

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La experiencia histórica nos muestra que la capacidad de idolatría del pueblo argentino puesta a prueba varias veces, ha podido superar todo desmentido del principio de realidad.
La guerra de Malvinas fue otra tragedia de nuestra historia. Fue vivida como una encrucijada decisiva por espíritus honestos y valientes como Manfred Schönfeld, periodista del diario conservador La Prensa que publicó una lista de dos mil de-saparecidos ¡en 1978! Sus denuncias al régimen procesista le valieron un ataque físico contra su persona. Schönfeld pensaba que el espíritu de las Malvinas podía ahorrarnos el retorno a la politiquería eleccionaria y al populismo barato de los partidos tradicionales. Se equivocó. La Argentina luego de 1982 inició un camino de 25 años de republicanismo tullido, pero ininterrumpido. La guerra que él pedía proseguir no continuó.
Hay fines nobles que se usan para la ignominia. En los años ochenta durante el gobierno de Alfonsín, el mismo pueblo argentino que había llenado la plaza de Galtieri era unánimemente democrático. Eran los “democaretas”, pululaban como hormigas. Todos se sentían depositarios de la nueva era republicana. La frase más conocida era el “yo no sabía” (lo que había pasado durante el Proceso), ni habían estado enterados de los torturados, asesinados y desaparecidos. Se habían olvidado de las campañas sobre nuestras virtudes por ser “derechos y humanos” durante el mundial del ‘78, y acérrimos patriotas al servicio del Proceso en el mundial del ‘82.

Al democaretismo de los ochenta le sucede, ahora, el “montonerismo” y ¿por qué no?: el malvinerismo. La maravillosa juventud de los setenta, la soberanía de las islas, estas y nuevas consignas se suman para cubrir con ideales a conductas e intereses que poco tienen de sublimes. El chantaje moral es un viejo artilugio para crear culpas en el prójimo y justificar posiciones de poder.
Los derechos humanos, la soberanía nacional, la democracia, son valores positivos. Sucede lo mismo con otros principios morales. Valores como Dios, la patria y la familia, en sí y por separado expresan deseos de trascendencia, arraigo e identidad con la tierra y su historia, instituciones basadas en el afecto de sus miembros. Puestos a funcionar en los esquemas de poder pueden sostener con su “espiritualidad” políticas persecutorias, totalitarias y corruptas.
Hoy tenemos a un llamado “modelo” que dice distribuir riquezas y fundamentarse en los derechos humanos. Se presenta doblemente justo, justo en lo económico y justo en lo moral. El problema es que sus líderes tienen dificultades en cumplir a satisfacción con el physique du role que les impone su misión, pero con voluntad y empecinamiento logran disipar los temores y las dudas de sus acólitos. Se apropian de los dolores de nuestra historia. Los desaparecidos y los caídos en las Malvinas les sirven para su construcción de poder. Y gracias a una intensa política cultural y el uso de un maniqueísmo tradicional, trazan una trinchera y colocan del otro lado lo que llaman “la derecha”, a quienes con unos pocos gramos más de delirio ideológico identifican con los genocidas y los neoliberales que saquearon al país. Con ese molde quieren sellar la historia. Pero la memoria no desaparece con gritos ni extorsiones. Los recuerdos hablan bajo, pero parejo.

*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).