Los viajes son también, siempre, los amigos. En Madrid, un domingo a la noche, nos encontramos con Rodrigo y Blanca, dos poetas que son pareja. Con Rodrigo nos cruzamos alguna vez aquí en Buenos Aires, hace tiempo; y en septiembre pasado nos vimos en su pueblo natal, Caa Catí, en Corrientes. Yo estaba allí con unos amigos y fuimos a comer a la casa de su familia. Hacía calor. Ese calor húmedo y rabioso de Corrientes. Almorzamos en el patio, en una galería abierta. Entre los comensales había un poeta chamamecero muy viejo al que todos trataban con veneración y cariño. De a turnos se acercaban a su lugar en la mesa y le hablaban al oído porque estaba casi ciego y casi sordo. Yo no me acerqué porque no lo conocía, pero era hermoso verlos inclinarse sobre el viejo y contarle cosas o llenarle el vaso y ponérselo cerca de la mano.
Comimos carne criada en el campo del padre de Rodrigo. Una vaquillona deliciosa que habían sacrificado en vistas a ese fin de semana que estaría poblado de amigos. Carne, pan y vino. Nada de ensalada. A lo gaucho. Esa tarde nos volvimos a Corrientes con las arterias cargadas de ternera, con los ojos hinchados de tanto comer, como drogados.
Ahora volvemos a vernos, pero es invierno y estamos al otro lado del Atlántico. Rodrigo no pierde su cadencia correntina. Con el gamulán largo y las botas me parece mucho más alto de lo que lo recordaba. Igual es muy alto. Blanca es española, es hermosa y amable, tiene los ojos grandes y el pelo oscuro y enrulado, largo. Nos lleva al bar al que iba con su padre cuando era una niña. Solamente sirven jerez y algunas aceitunas. Tiene cien años, un mostrador de madera, enorme, algunas mesas, y unos estantes adosados a la pared donde la gente deposita los abrigos. Atrás del mostrador hay una estantería repleta de botellas de licor que nunca se sirvieron, cubiertas de polvo y de la grasa que se acumula con el tiempo. Está prohibido sacar fotos, nos advierte Blanca. Tomamos manzanilla, que es un tipo de jerez, y arriesgamos que se llama así por el color, parecido al de la infusión.
Después vamos a comer a una taberna. El circuito de bares de Rodrigo y Blanca queda por la Plaza del Sol, así que subiremos y bajaremos callecitas toda la noche, yendo de un sitio a otro. La segunda parada es para comer, pues la manzanilla nos dejó el estómago y el pico calientes, pero la noche recién comienza. En este lugar, con las cañas sirven un cocido de garbanzos maravilloso, el mejor que voy a probar esos días en Madrid. Después de varias rondas aquí y allá, y como parte del itinerario acordado, vamos a ver a otro amigo que tenemos en común, Salem. Salem es escritor de novelas policiales y poeta, y hace muy poco, dos semanas apenas, se puso un bar. Creo que todos queremos poner un bar alguna vez, así que cada vez que conozco a alguien que lo logra lo tomo casi como si fuera un logro personal. El bar se llama Alevosía, y todavía huele a pintura fresca. Nuestro amigo está muy contento, y al verlo con el pañuelo negro en la cabeza, sirviendo cañas, pienso que es de esos tipos que nacieron para estar atrás de una barra. Brindamos por que le vaya bien. Le irá bien.
Nuestra noche sigue todavía un poco más, aunque ya es de madrugada. Todo parece cerrado, pero Rodrigo sabe de otro lugar que está abierto hasta tarde.
Hace mucho frío, y a pesar de la hora, seguirá oscuro hasta las ocho de la mañana. Casi nadie anda por las calles, el aire está tan nuevo que da gusto.