Este periodismo argentino está enfermo de tristeza y dolor por el cúmulo de pobres, los precios fuera de control, las carencias en servicios, las múltiples denuncias de corrupción, espionaje, mala praxis política y una economía que no parece encaminarse hacia el futuro mejor. Navega, además, en aguas que sirven de escenario a una suerte de batalla naval entre comunicadores de uno y otro bando de la grieta. Se acusan, se agravian, se amenazan incluso por los medios en un combate que lleva ya más barcos hundidos que indemnes.
Este ombudsman pensó en ocupar nuevamente su habitual espacio a analizar este absurdo cotejo, en el que pierden el periodismo y sus destinatarios, es decir el público. Sin embargo, no me detendré nuevamente sobre el tema, que ya ha sido abordado en columnas anteriores. Pasan otras cosas, importantes, en otras partes del mundo. Más concretamente, en Ucrania, invadida por Rusia hace ya seis meses, con su trágica consecuencia de miles de muertos, heridos, mutilados, obligados al exilio.
Este mes sucedió algo que no se pensaba que podría ocurrir: una institución del prestigio de Amnesty International (AI) quedó en medio del debate tras publicar el 4 de agosto un informe en el que detallaba los resultados de una investigación que adjudicaba a Ucrania cierto grado de culpa en los riesgos que la guerra plantea a la población civil. Tan fuerte fue la reacción de medios y organismos defensores de derechos humanos en distintos puntos del mundo, que AI debió aclarar algunos días más tarde que el informe no pretendió condenar a Ucrania en beneficio de Rusia sino exponer uno de los ángulos no abordados del conflicto.
Concretamente, lo que la organización había revelado es que las fuerzas ucranianas habían puesto “a la población civil en situaciones de riesgo al establecer bases y operar sistemas de armas en zonas habitadas por civiles, incluso en escuelas y un hospital”. En días posteriores, AI aclaró que esto no modificaba la postura de la organización condenando las acciones militares de Rusia.
El viernes 12, el capítulo español de Amnesty publicó un extenso artículo de su director, Esteban Beltrán, que mostraba cierta sorpresa por tanto rechazo al estudio trascendido. “No es que la imparcialidad nos ciegue –escribió Beltrán–. Sabemos que el agresor en Ucrania es el ejército ruso, pero, para la organización, la defensa de las personas no tiene bando”.
Está fuera de controversia la frase de Esquilo: la primera víctima de la guerra es la verdad. Y en este caso se ratifica el concepto por vía del drama que viven millones de ucranianos que defienden su tierra contra el invasor ruso (más acá o más allá de la polémica en torno a cuánta responsabilidad les cabe a las potencias occidentales en el conflicto).
Señala Beltrán en su artículo: “Las personas bien intencionadas cuestionan la oportunidad, el tono del mensaje o nuestra interpretación del derecho internacional humanitario, entre otras razones. El gobierno ucraniano puso su parte, acusándonos de transferir ‘la responsabilidad del agresor a la víctima’. Y el gobierno ruso trata de utilizar la información para ocultar sus crímenes de guerra (…). Pero la verdad es tozuda y lo que vieron nuestros ojos en veintidós escuelas, en un hospital y en diecinueve ciudades confirman que el ejército ucraniano ha puesto en riesgo a la población civil con sus tácticas de guerra”.
La guerra no respeta pueblos, países, regiones y menos aún organizaciones humanitarias, periodistas, medios bien plantados, ciudadanos de a pie.
Quienes ejercemos este oficio tenemos la obligación de transmitirlo.