La noticia de que la nieta de Mao es rica me estropea la mañana. Según se dice atesora unos 815 millones de dólares, y la revista Nueva Fortuna la ubica en el puesto número 242 de los top 500 de los ricachones de la China. Mi aversión a la riqueza me ocasiona un doble rencor en casos como el que se informa. Me digo que, por supuesto, un abuelo no es responsable de lo que luego vayan a hacer sus nietos, si viven con dignidad o si se dedican a juntarla con pala. Me digo que esta regla se refuerza en el caso de Mao, que tuvo cuatro mujeres, y por ende una mayor dispersión en el devenir de los nietos (Kong Dongmei, la afortunada, derivó de su tercera esposa).
Me repongo, hacia el mediodía, con argumentos sabidos. La traición a la revolución no dice al fin de cuentas otra cosa que la necesidad de una revolución. Reviso con delectación el prólogo que Fermín Rodríguez escribió para el libro de Terry Eagleton sobre marxismo y crítica literaria que acaba de editarse en Paidós, repaso en esas páginas esta conclusión luminosa: el marxismo “no es un proyecto fracasado, es un deseo incumplido”. Pero no dejo de pensar en Kong Dongmei, en su puesto 242, en sus 815 millones.
Que se declare maoísta, es decir partidaria de su abuelo, es tal vez lo que me ofusca; algo en mí preferiría que se sincerara y admitiera que se caga redondamente en Mao. Una defensa que se hizo de ella interpone este alegato: que ella misma no amasó ni un solo centavo de dólar, que ni siquiera se dedica a los negocios, que lo cierto es que se casó con un tal Chen Dongsheng, que es fundador de una casa de subastas y director de una poderosa aseguradora, todo lo cual le permitió forrarse en guita para siempre.
Quiero atenerme a este argumento, pero no lo consigo del todo. Lo menos que cabe esperarse de una revolución cabal es que cambie la manera de enamorarse de la gente.