Si la democracia permite el triunfo del fascismo, hay un problema con la democracia. Por lo tanto, se vuelve urgente repensar críticamente el estado de situación, que incluye sobre todo el estado de la lengua. Porque el fascismo expresa la lengua en un momento dado: la lengua rota, quebrada, ominosa, tanática. La lengua como extorsión. La democracia –o esto que por pereza intelectual todavía llamamos democracia– pretende enfrentarse al fascismo con una lengua insuficiente, con la “diccionarización de la política”, como escribe Andityas Matos en La an-arquía que viene (Ned Ediciones, Barcelona, 2023), una lengua “que pretende capturar en un todo cerrado la multiplicidad de la lengua”. Frente al huevo de la serpiente, nuestra responsabilidad electoral implica tácticamente apoyar esa lengua mediocre, chata, burocrática, insulsa. Pero solo como una jugada puntual, ante la inminencia del desastre, de la escritura del desastre, siguiendo a Blanchot (desastre que ya está entre nosotros, que ya nos atraviesa: ya somos hablados por él. La inminencia siempre llega tarde). Pero sabiendo que esa táctica electoral no modifica nada sustancialmente. Hay que entender que al fascismo se lo combate radicalizando la democracia, radicalizando la lengua. No se trata ya de reparar esa lengua rota, como muchas veces se pensó a sí mismo el progresismo, como un movimiento reparador, expresando así sus limitaciones epistemológicas y políticas, sino inventando una lengua nueva, bajo la premisa de otras experiencias, como una descripción densa, en el sentido de Geertz, con otra envergadura intelectual. Una lengua que defina lo neoliberal como el totalitarismo de nuestro tiempo. Estamos ante la inminencia de la paradoja de la eliminación de la democracia por prácticas consideradas democráticas, pero que, en verdad, solo materializan, como nunca antes, la alianza –establecida hace cuarenta años– entre el mercado y el Estado, haciendo idénticas la política llamada democrática y la gestión del capital. En el fascismo neoliberal la vida misma se concibe como commodities. Pero el discurso progresista-desarrollista, tal como lo conocimos estas últimas dos décadas, no fue, por sus limitaciones intelectuales, capaz de construir un habla que funcionara como barrera ante el fascismo. Como afirma Yannis Stavrakakis, “el crédito y la deuda fueron los instrumentos capaces de construir una población de consumidores integrada al tejido social únicamente por la vía económica del consumo (…) de modo que la pérdida y la limitación paulatina de derechos sociales fue oscurecida por la constante oferta de crédito a poblaciones que hoy se encuentran esclavizadas por el capital”. El progresismo pretendió –y pretende aún– colocar el consumo en el centro del lazo social. De lo que se trata es de pensar críticamente esa vía. El consumo nunca puede ser emancipador.
Si la democracia fuera realmente representativa, el 40% de los legisladores deberían ser pobres, porque ese es el porcentaje de pobreza hoy en Argentina, y el 60% de sus hijos deberían ser pobres, porque ese es el porcentaje de la pobreza infantil.
Pero más allá de esta boutade, hay que repensar la democracia, a la inversa, bajo el modo de lo irrepresentable: lo popular como un magma instituyente, sin fundamentos últimos, que desborda la lengua diccionarizada: una introducción a la vida no fascista.