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Apocalipsis anticipado

Hay en los países asiáticos una economía del tiempo que no admite la pausa, porque la producción ininterrumpida es la condición de la autofagia capitalista.

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Hay en los países asiáticos una economía del tiempo que no admite la pausa, porque la producción ininterrumpida es la condición de la autofagia capitalista. | Marta Toledo

Seúl es una ciudad cuya topografía se modifica silenciosamente. De un día a otro, es levantada una estación de bus sin que sea necesario cortar el tránsito. No recuerdo haber visto jamás una vereda rota, a medio terminar, con carteles de “Estamos haciendo Seúl para vos” y colores proselitistas del partido gobernante. Más bien la obra debe ser un suceso discreto, por fuera de los embrujos de la burocracia, que no interrumpa la cotidianidad cronometrada de los habitantes.

En los períodos de dos y tres años que separaron mis visitas a Corea del Sur, la infraestructura de la capital se modificó vertiginosamente. Hay en los países asiáticos una economía del tiempo que no admite la pausa, porque la producción ininterrumpida es la condición de la autofagia capitalista. Una obra que demora es de por sí deficitaria. Si uno se pone a pensar, la única razón para que una obra se demore indefinidamente reside en que la obra como tal es un simulacro. Lo que sucede en Buenos Aires, y probablemente en otras ciudades del país, es eso: obras que funcionan, por su demora, como una plataforma de publicidad paradójica –se visibiliza con carteles que hay obra pública, a la vez esos carteles en proceso de oxidación no dejan de desnudar la ineficiencia del Estado– y de malversación de fondos.

Durante años, a metros de la esquina de Humahumaca y Medrano, sobre una de las tantas bicisendas que van desintegrándose de a poco, había una especie de tumba, con tierra a la vista, que seguramente había dejado abierta alguna empresa de electricidad o gas. Con el paso de las lluvias se fue formando un lodazal. Cada vez que pasaba, tenía la impresión de que ahí habían enterrado a alguien. Hoy en día, esa fosa fue tapada, pero la corrosión de las bicisendas ícono del Gobierno de la Ciudad sigue avanzando: bloques de cemento amarillo quebrados como lápidas, líneas de división despintadas, palos de plástico vencidos o directamente derretidos por una fuerza misteriosa. Un amigo me sugirió que esa fuerza misteriosa podía ser la radiación inflacionaria del macrismo. Y que el deterioro de las bicisendas era la metáfora de lo que el PRO hizo con el país. En pocos lugares la obra pública presenta el aspecto que tiene en Argentina, en particular en las calles de Buenos Aires. Todo tarda semanas en finalizarse o queda a medio hacer, con calles reducidas y carteles abandonados. Cada tentativa de mejorar la ciudad se transforma en la creación de un obstáculo crónico. Es que si hay algo que caracteriza a las calles de Buenos Aires, además de su belleza, son los tablones blanco y rojo que todavía hoy tapan fosas en las veredas. Recuerdo que de chico, durante el alfonsinismo, constituía una diversión sortear esos obstáculos o saltar encima de esos tablones cruzados de hierros que duraban años en la acera. Ya en la adolescencia, observaba con una mezcla de morbo y pena las dificultades de los ancianos con bastón, la gente con cochecitos o changuitos de compras. Transitar la ciudad implicaba un desvío continuo del confort pequeñoburgués, y más de una vez había contusos que terminaban en una ambulancia, con cadera o clavícula rota. Hoy en día el protagonista pequeñoburgués de esa travesía soy yo, cada vez que salgo con cochecito o en bicicleta vuelvo con la sensación de haber sobrevivido a las ruinas de las civilización.

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