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Apología del delito

Filmar escenas con armas es muy engorroso: son horas de explicaciones, de mímesis y prácticas.

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Filmar escenas con armas es muy engorroso: son horas de explicaciones, de mímesis y prácticas. Por un lado está la seguridad (en cada fogonazo de salva puede haber una desagradable sorpresa con quemadura) pero sobre todo está la verosimilitud. Mi entrenador me reta varias veces cuando sugiero que –dada la posición de cámara– sería más cómodo agarrar el arma con una mano o sostener el brazo estirado. Ningún policía haría eso, me dicen. Volvemos al nudo apretadísimo de ambas manos, el dedo en el seguro, el apoyo para evitar el desvío, el escondrijo para eludir la bala de polvo del enemigo y unas condiciones sin las cuales –parece– nadie creerá que mi personaje es policía. Pero la realidad cambia el aspecto de lo verosímil en la ficción.

Todo es desafortunado en el caso del policía Chocobar. Desde el apellido, cuyo origen y significado parecen venir de alguna zona oscura de esa nube de azar en la que se forjan las malas ideas, hasta la promocionada, sempiterna polémica ciudadana que pretende distribuir a base de likes y simpatías las culpas y heroísmos para eludir a la Justicia, más o menos basada en pruebas, más o menos apoyada en ciencias.

Toda la secuencia muestra un asesinato a sangre fría. El relato de los testigos coincide con un desempeño nefasto del policía de civil. Pero Macri lo felicita, Bullrich lo valida y lo que en principio podría haberse considerado un error proselitista por no haber analizado bien las pruebas, se confirma después como duranbarbismo puro y duro: pega muy bien en la gente dar vía libre a la brutalidad policial, vamos con ésa. Y será así lamentablemente hasta que la víctima fatal en el camino de la peor policía del mundo sea de clase alta.

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El aval presidencial al héroe armado atenta contra la eficacia policial. Quien va a usar un arma debe aprender una serie de normas; lo que Chocobar hace en el video no lo haría ni el más desatento de los actores en un ensayo. No es profesional, mucho menos heroico. Si se trataba de atrapar al ladrón, o de evitar el robo, el desempeño no podría haber sido peor.

Pero las armas exudan una lógica de seducción inexplicable. Por sugerencia de Sergio Langer veo un video familiar en el que a una chica yanqui le regalan su primera escopeta Beretta. Presley está rubicunda y atolondrada, con su remerita pastel y una estrella de mar, y llora de emoción como si fuera el día de su boda. Lo que sus manos desenvuelven con primor, como si fuera un acto de justicia largamente reclamada o una bici o un cachorro, es un arma para matar a alguien o a algo. Las publicidades de Beretta son todas así: diseño italiano para lo que otros estandarizan, la muerte en forma de arma, la caza deportiva ante la falta de otro pasatiempo más elaborado, el erotismo de caños y de balas que simplemente coincide con una idiotez a prueba de masacres. Idiotez que estamos a punto de importar oficialmente.