En algún lugar exactamente en el medio –ni de un lado ni del otro– están esas lenguas naturales que son producto de la contaminación, la circulación extrema, las fronteras indecisas, el bulto dialectal. Yo creo que estas experiencias cimarronas, de las cuales el ejemplo que más nos toca es el portuñol, merecen más atención de la que reciben por parte de lingüistas y de humanos.
El portuñol, que no es castegués por puro azar, rezuma la experiencia extrema de un deseo legítimo de comunicación, casi siempre pasajero –sí–, casi siempre teñido del relajo veraniego –sí–,
casi siempre mercantil –otra vez sí– y sirve solo para comprar zungas, pareos o caipirinhas ya que no bitcoins o empresas. Pero es mucho más de lo que puede decirse de algunos dialectos en valles oscuros de Helvecia o en islas del Pacífico de nacionalidad no decidida. Todo Florianópolis, que es grande como Andorra, habla portuñol como primera lengua.
La experiencia desconecta ambos lados del cerebro a la vez y te lanza a decir cualquier cosa en cualquier modo. Los argentinos no nos tomamos el trabajo de estudiar el brasileño y ellos hallan (achan, un homófono aterrador) que comprenden el español sin aprenderlo. Así que, equiparadas ambas culpas, solo queda esa franja que es puro hedonismo, placer de la invención, certeza de ser comprendido diciendo prácticamente cualquier cosa y –sobre todo– pronunciándola con el canto exacerbado del ajeno. Es dar por sentado que el otro (el tan temido otro, ahora devenido lobo bueno) está de nuestro lado y se prestará a la comprensión.
No hace falta crear un diccionario de portuñol ya que este no necesita de instituciones, ni gramáticas ni prohibiciones. Todo allí es provisorio, porque ningún hablante de portuñol pretende quedarse para siempre en el terreno del otro, ya ganado definitivamente de otras costumbres.
Poco importa que el Brasil ofrezca entre sus hitos culinarios una cosa que da en llamarse “toalha felpuda”; el hablante de portuñol puede solicitar ociosamente “quero isso que chama-se ‘toalla peluda’ o algo asím” y te la dan igual y te la cobran en una moneda cuyo cambio también es impreciso.
Yo solo había practicado el rugido del itagnolo, esa isla intermedia entre el español y el italiano, pero el itagnolo es más una sofisticación literaria, una geografía externa, una lengua de trabajo, mientras que el portuñol crece como la margarita silvestre en un terreno que le pertenece: la costa entera.
Hace años, en el esplendor fundacional del Mercosur, la Argentina y el Brasil acordaron –entre precios de autopartes, zapatos o filets mignon– que en las escuelas argentinas se enseñaría el portugués y que en el Brasil los niños aprenderían castellano, todo en nombre de la cultura y del mercado y de la unión de aquello que estuvo separado por siglos y más siglos. Pocas aventuras lingüísticas registran un fracaso más estrepitoso. Los maestros se quejaban de que los niños, las crianzas, sometidos a este trauma del espejo borroso, no aprendían a escribir ni en una cosa ni en la otra. Nuestras lenguas se parecen demasiado pero se causan horror mutuo. Yo creo que habría que haber enseñado portuñol (y no portugués) como gimnasia, como handball, no como materia sino como entretenimiento, como actividad práctica. Ahora es tarde. Cada uno se quedó con su lengua y con sus cosas. El kilo de limãozinho (más exquisito que el limón) acá cuesta una ballena y las Malvinas: $ 250. Son de ellos, para ellos. Son ellos.
También hay en el portuñol un clima de microimperialismo: es una lengua que se usa solo allá porque somos nosotros los que nos instalamos en las playas brasileñas. En Corrientes y Alem no se escucha. El bañista floripense medio habla solo en argentino y el vendedor de hamacas paraguayas que empuja el carro tozudo entre las olas le ofrece, le tiende, como una mano abierta, su sacrificio, su portuñol.
No sé si ya exista literatura escrita para aprovechar la riqueza y la pobreza del portuñol. Alguien debería hacerle el honor y usarlo para contar algo, algo más allá de su propia naturaleza poética. De lo contrario, el modesto, enorme portuñol nunca será un lenguaje sino solo un metalenguaje, una reflexión provisoria sobre el habla.