Por su carácter de acontecimiento multidimensional (a la vez político, económico y social) y por su capacidad de ruptura epocal, que señala un antes y un después e inaugura una nueva era, la global, la caída del Muro de Berlín ha sido analizada desde infinidad de perspectivas. Sin embargo, visto desde la perspectiva del desarrollo del pensamiento político en Argentina, el saldo puede ser uno solo: aquí el Muro no cayó. Aquí los principios y las concepciones sostenidas por la mayoría de los sectores que a sí mismos se califican como “de izquierda” siguen siendo casi exactamente los mismo que regían antes de 1989.
Junto con el Muro de Berlín acabó un modelo de las relaciones entre Estado y mercado, que concebía a ambos sistemas constitutivos de la Modernidad, el político y el económico, en términos de antagonismo, conflicto y mutuo aniquilamiento. En la Argentina, en cambio, sobrevive una izquierda jurásica que cree que la democracia es producto de la abolición del capitalismo y piensa que destruir empresas e ignorar las reglas del mercado –en lugar de conocerlas e intentar conducirlas en beneficio del bienestar social– es el paso necesario hacia la justicia social.
Con el Muro de Berlín se cayó también una frontera que dividía en dos a Alemania, a Europa y al mundo, y con ella una concepción del desarrollo nacional basada en el aislamiento y la desconexión. No por nada, la Europa del Este fue avasallada material y simbólicamente por el extraordinario éxito de una Europa occidental cuya fuerza no se basaba solamente en la economía capitalista y la democracia política sino también en el desarrollo progresivo de una unidad democrática de escala continental cuyo nombre actual es Unión Europea. Aquí subsiste una izquierda devónica que sigue creyendo, en pleno auge de la globalización, que hay que vivir con lo nuestro, que habla de integración regional pero cree en el proteccionismo y que –a contramano de lo que las experiencias china, india y brasileña han demostrado– toda forma de conexión con el mundo avanzado opera en desmedro de los países en desarrollo.
Con la caída del Muro y del Imperio Soviético se diluyó en todo el mundo la idea de que el Estado debía hacerse cargo de todo. Subsiste en cambio en Argentina una izquierda paleozoica que parece creer que el Estado es la encarnación visible del bien sobre la Tierra y piensa que cada una de sus intervenciones en la realidad, desde la estatización de la deuda de Aerolíneas hasta el saqueo de los ahorros de los jubilados privados configura un paso adelante en la historia de la humanidad. “El Estado somos todos”, parece ser su lema, consigna algo curiosa en un país en el cual el genocidio estatal de los setenta y la estatalísima fijación del precio del dólar por una década (léase: Ley de Convertibilidad) han tenido los catastróficos efectos que todos los argentinos recordamos.
Con el lejano Muro que cayó tan lejos de aquí que el fragor producido por su caída no fue escuchado por las izquierdas locales, se vino abajo también una visión industrialista de la producción de valor que asociaba todo valor económico real al producto del trabajo físico y manual repetitivo, que despreciaba al resto de las actividades económicas por “parasitarias” y descargaba todo el peso fiscal sobre el agro y los servicios con el objeto de financiar el desarrollo industrial. Después de aquella caída, y con total desconocimiento de la devónica “izquierda” argentina, se fue configurando cada vez más netamente una sociedad global del conocimiento y la información en la que la producción de valor se basa en tareas intelectuales no repetitivas; en la que la forma primaria, secundaria o terciaria que adopta el producto final es indiferente a la creación de valor económico y en la que el valor agregado es conocimiento, diversidad cultural, información, innovación, comunicación y subjetividad –es decir: inteligencia humana– agregada al producto.
Finalmente, cayeron con el Muro el desprecio de la democracia como una cuestión meramente formal, el culto de personalidades carismáticas y salvadoras, la idea de que el partido único podía representar enteramente la enorme complejidad de intereses e ideas de una sociedad moderna, la aceptabilidad política de la censura a la prensa y de las persecuciones a la oposición y el paradigma del sacrificio de la libertad en aras de una supuesta igualdad que nunca llegó. Basta observar las posiciones y actitudes de la mesozoica “izquierda” nacional para comprobar que todos ellos son paradigmas aún vigentes para ella.
Populismo, nacionalismo, industrialismo, estatismo, anticapitalismo, antiliberalismo y anticosmopolitismo son los valores que con la caída del Muro desaparecieron del corpus ideológico de una izquierda que en la mayor parte del mundo avanzado se hizo socialdemócrata (es decir: defensora al mismo tiempo de la libertad y la igualdad, de la democracia política y el desarrollo capitalista, de los derechos sociales y las instituciones democráticas) y cuyo desarrollo está llegando –por fin– a varias naciones (Chile, Brasil y Uruguay) que representan hoy la vanguardia del continente sudamericano en el siglo XX. En tanto, en la Argentina, siguen las luchas entre los mamuts, los gliptodontes y los tiranosaurios.
*Diputado nacional.