A nivel internacional, existe consenso acerca de las diferencias que hay entre los conceptos de crecimiento y de desarrollo. Para que un país logre ser desarrollado, es condición necesaria, pero no suficiente, mantener un crecimiento sostenido y sustentable en el tiempo. No obstante, ello no implica adquirir esa condición de jurisdicción desarrollada y lograr alcanzar un buen Indice de Desarrollo Humano (IDH), indicador utilizado por la ONU para medir tal condición (ver infografía).
Ahora bien, alcanzar una senda de constante crecimiento no pareciera ser nuestro principal desafío. El camino de salida de la crisis de 2001/2002 mostró la notable capacidad de recuperación de nuestra sociedad, que supo afrontar y superar problemas tan graves como el corralito y el corralón, la pesificación asimétrica, la caída de reservas, los déficits fiscal y de cuenta corriente, un nivel abrumador de endeudamiento, cuasi monedas en unas quince provincias, desempleo, caída de la inversión, etcétera.
Más allá de los logros alcanzados, la realidad actual nos muestra que resultaría oportuno reencauzar algunas cuestiones que nos permitan obtener un mejor equilibrio macroeconómico, que refuerce las expectativas. Entre esas cuestiones, es innegable que la de mayor premura es minimizar posibles tensiones de precios, las cuales pueden ser acrecentadas con ajustes al tipo de cambio.
Quizá podría pensarse en un programa coordinado, por ejemplo trienal, el cual incluya un cronograma de objetivos gubernamentales concretos y plausibles de reducción inflacionaria, que involucre y comprometa a todos los organismos que administran las políticas con injerencia directa en esta problemática: tributaria, salarial, monetaria, de inversión y crediticia. Es decir, un plan integral de objetivos gubernamentales en materia inflacionaria, superador del tradicional esquema de metas de inflación como herramienta exclusiva de política monetaria.
Ese objetivo, sumado al de mantener los tan preciados superávits gemelos, debería procurar ser alcanzado poniendo en marcha en forma conjunta y no aislada una serie de medidas. En procura de ello reiteramos un enunciado de diez propuestas –en un orden que no supone jerarquías–, que sólo pretenden ser una simple contribución a tal fin:
1- Privilegiar el superávit fiscal disminuyendo subsidios a quienes no los necesitan y que los mismos sean otorgados a los demandantes de servicios y no a quienes los ofrecen, permitiendo consolidar algunas asistencias tan esenciales como la asignación universal por hijo.
2- Replantear ciertas cargas impositivas tales como los impuestos a los débitos y créditos bancarios, IVA para ciertos productos esenciales, escala de Ganancias.
3- Regular los niveles de emisión de dinero acordes a los que realmente demande la economía, evitando una sobreoferta del mismo ya que, de lo contrario, al igual que cualquier activo, su valor tiende a disminuir, quitándole así poder adquisitivo.
4- Intentar converger en el mediano plazo los ajustes salariales con los niveles reales de productividad. Podría ser en el marco de un acuerdo de mediano plazo con los sectores sindicales a los que se les otorguen, en contrapartida, beneficios de tipo impositivo y previsionales.
5- Promover la inversión privada poniendo foco, por ejemplo, en los sectores de energía, transporte y comunicaciones, dando fuertes beneficios crediticios, impositivos y arancelarios a quienes generen empleo e inviertan en mejorar la capacidad instalada.
6- Reforzar la voluntad de retornar definitivamente a los mercados de financiamiento voluntarios, continuando con las negociaciones en los frentes externos, aún sin solución, en el marco del respeto de nuestras decisiones soberanas.
7- Intentar atender los pagos de deuda por medio de una renovación de la misma a tasas razonables, sin aumentar el nivel de endeudamiento y disminuyendo el uso de las reservas internacionales para tal fin.
8- Otorgar previsibilidad cambiaria en el mediano plazo sin llegar a ser predecible para los especuladores, reforzando aun más las recientes medidas respecto a la oferta de dólares, incluso cuando su destino sea el de atesoramiento.
9- Promover una política crediticia centrada en el sector pyme para aumentar la capacidad instalada y la renovación de bienes de capital. Asimismo, fomentar la generación de instrumentos financieros que capten ahorro en moneda local a tasas reales positivas. Ambas cosas se podrían lograr instando a la banca a colaborar en tal sentido, otorgándoles ciertas franquicias que permitan su implementación.
10- Adoptar las mejores prácticas y estándares internacionales sobre las metodologías adoptadas por el Indec, avanzar en la composición íntegra del directorio del BCRA con los correspondientes acuerdos del Senado e instituir un Consejo Federal Económico y Social, como ámbito natural de coordinación de las políticas mencionadas.
A partir de allí, nuestra sociedad debería ser capaz de pensar un plan estratégico de desarrollo en el marco de una política de Estado acordada con las principales fuerzas políticas con representación parlamentaria. Salud, educación, seguridad, infraestructura, matriz energética, federalismo, institucionalidad, etc., son algunos de los temas de esa agenda que debemos reforzar. Asimismo, merece especial mención la necesidad de aumentar la atención sobre el alarmante avance de los narconegocios, siendo hoy la principal amenaza a la estabilidad política-institucional de nuestros Estados nacional y provinciales.
Francisco, nuestro papa del fin del mundo, en su reciente exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, advertía: “(...) hemos dado inicio a la cultura del ‘descarte’ que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión, queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’”.
La exhortación papal debería guiarnos para que aquel esfuerzo iniciado hace más de una década nos permita encaminar definitivamente a nuestro querido país en una senda irreversible de desarrollo y a no resignarnos a aceptar convivir con ningún compatriota en situación de indigencia.
Sólo en la medida en que logremos un consenso colectivo en nuestra sociedad toda, sin mezquindades y desagravios, habremos podido encarar el proyecto de Nación que nos merecemos. Recién ahí podremos decir: ¡Argentina, levántate y anda!