Para quienes desconocen el mundo del Vaticano, la elección de Jorge Bergoglio resultó asombrosa. Quizás para él también, ya que a los 76 había solicitado el retiro como jefe de la Iglesia argentina y parecía encaminado a la asistencia social, el rezo y la meditación. A pesar de que, infatigable como un viejo archivero, guardaba papeles –notas, documentos, comentarios escritos de índole diversa– como si le quedara una tarea por realizar ocupando hasta espacios insólitos. Incluso, aposentos que no ocupaba su antecesor, Antonio Quarracino, ya que él se recluía en un cuarto pequeño con un caloventor regalado despreciando una habitación más amplia y con aire acondicionado.
Extraño personaje al que, luego de observar esta costumbre incómoda, casi deliberada, un par de religiosos judíos decidió obsequiarle un colchón y dos almohadas, debido al estado desastroso en que se encontraban esos elementos en su mínimo jergón. La cita en esta apertura del cardenal Quarracino invita también al misterio del anterior ascenso de Bergoglio, cuando lo elevaron a arzobispo de Buenos Aires. Otro caso sorprendente, en su momento, para más de un entendido.
Ahora, conocido el marcador papal, cualquier especialista dispone de evidencias obvias que no fueron contempladas:
1) El respeto ganado por Bergoglio en un par de encuentros internacionales con sus colegas cardenales, donde descolló con sus intervenciones por encima de sus pares.
2) El hecho de que había cosechado una cantidad razonable de votos en la competencia con el luego sumo pontífice Benedicto XVI (cuestión que al parecer tomó en cuenta en apariencia para la designación la nueva mitad del Colegio Cardenalicio elegido más tarde por éste).
3) La evidencia de que no aparecía involucrado en ninguno de los dos grandes traumas actuales de la Iglesia (la presunta insolvencia del Banco de la Santa Sede, amén del dinero blue que manejaba y la complicidad o el protagonismo en la perversión pedópedófila que afectó a numerosas autoridades eclesiásticas).
4) Una edad avanzada que garantiza un mandato impredecible pero quizás limitado, dato nada descartable en figuras con expectativas para asumir el poder.
Quizás no se hayan considerado en la interna vaticana estas razones, pero al menos son plausibles. Su otra designación, el reemplazo de Quarracino, aún en la distancia conserva misterio.
Porque este cura que vivía solo en el Obispado, quien abría la puerta a los visitantes por la mañana, prendía y apagaba las luces del lugar, disponía apenas de ayudantes por la tarde, no pensaba siquiera en un asesor de prensa, se cocinaba habitualmente una hamburguesa y un huevo en el microondas por la noche, gastaba un par de zapatos al año que le regalaba una ortopedia alemana, casi disfrutabapor viajar en subte u ómnibus cuando visitaba villas o desamparados del alma, aterrizó en ese edificio porteño hace varios años por un avatar con menos explicaciones que su llegada a papa.
Ya que su salto a primado ocurrió a pedido y exigencia de Quarracino, un boquense amante de la buena mesa y del mejor vino, de marcada debilidad por Carlos Menem, no precisamente alineado en el sector de Bergoglio (aunque ambos eran de origen peronista), más bien disidentes entre sí y, por si esto no alcanzara, poco simpatizante de la Compañía de Jesús de la cual Bergoglio era jerarquía, esa orden religiosamente militar tan cuestionada, rechazada y también reconocida dentro de la Iglesia. Salvo Igleque Quarracino observara cualidades especiales en Bergoglio –que hoy, curiosamente, tienen justificativo– y no las confesara demasiado, aún se carece de certezas sobre las causas que lo movieron a sugerir y casi imponer su nombramiento al papa de entonces. Un enigma para muchos de sus allegados.
Ni la persona que se encargó de llevar ese mensaje a Castelgandolfo, en una temporada estival por supuesto, conoció el fundamento de esa decisión de Quarracino. Más bien, estaba en contra de que su amigo lo nominase para el cargo y, hasta el momento del pedido, imaginaba que el bonachón y divertido Quarracino no simpatizaba con Bergoglio. Ni que tuviese, siquiera, buena relación.
En el círculo del entonces cardenal primado tampoco encajaba el personaje de otra formación, abundaban las reticencias y el conflicto de intereses. Sin embargo, hubo que cumplir la misión y el responsable de esa tarea –un banquero que tuvo más tarde tropiezos varios en su actividad, como el mismo entorno sacerdotal de Quarracino– partió en su momento de Roma a la villa pontificia en una camioneta blanca, Mercedes-Benz, que luego sería transporte del papa en reiteradas ocasiones públicas, tuvo la audiencia, un amable diálogo, y regresó pimpante con el decreto firmado con las iniciales del papa.
Fue contra su voluntad, sea por desconocimiento o incompatibilidades con otros grupos de la Iglesia argentina a los cuales el mensajero adhería –por decirlo de algún modo–; su relación con Bergoglio nunca pudo avanzar más allá de un saludo protocolar. Y como el nuevo papa tampoco se interesaba entonces por lo protocolar, ni siquiera pudo gozar con esa alternativa.
Otro misterio más, por lo tanto, en la carrera religiosa y política del ahora Francisco.