Me acuerdo de esos libritos porno que llevaban mis amigos al colegio. Se vendían en los kioscos. Yo nunca tuve el coraje suficiente para comprarme uno, pero los recibía pasados de mano en mano, de bolso en bolso, de baño en baño. No me acuerdo exactamente de los títulos, pero debían ser algo así como El éxtasis de Karen Hills o Harem de pasión o Lujuria en París. No tenían fotos. Las revistas con fotos no convenía llevarlas al colegio porque enseguida se armaba un tumulto de mirones y aparecía un celador y las confiscaba. En cambio, estos libros pasaban inadvertidos porque a nadie le interesaba lo que uno estuviera leyendo, mientras estuviera leyendo.
En ese tiempo yo me olvidaba siempre la ropa de gimnasia así que me pasaba horas al borde del campo de deportes leyendo las descripciones minuciosas de esos acoplamientos heroicos, pasando rápido las páginas a la intemperie con la erección apretada contra el pasto. Imaginaba esas historias ambientadas en la luz difusa y vaporosa de las fotos de Playboy, esas mujeres turgentes y extasiadas, con un aura erótica irradiada desde la plenitud de sus orgasmos...
Perdón por la cursilería: lo que pasa es que me acuerdo de esas cosas y enseguida empiezo a hablar con el glamour de esos cuentos. Esas palabras, ese estilo lleno de imágenes sensoriales y metáforas. Por ejemplo, la expresión su vulva aterciopelada, que se repetía cada tanto como se repiten los epítetos homéricos el alba de rosados dedos o Aquiles el de los pies ligeros. Así era su vulva aterciopelada. Y estaba muy bien que reapareciera en distintos cuentos y sin variaciones porque estaba perfectamente dicho. Para un varón de 13 años que no había estado nunca con una mujer –y por lo tanto tampoco conocía como testigo presencial cómo era una vulva–, la palabra aterciopelada le daba una idea muy acabada y sobre todo táctil. Y sin duda era el tacto lo que más faltaba en la soledad de la adolescencia, en ese largo período que media entre las últimas caricias de los padres y los primeros escarceos amorosos. El tacto era para uno lo más difícil de imaginar, porque la pornografía, al menos hasta entonces, no había podido reproducirlo, a diferencia de las imágenes y los sonidos sexuales.
Tengo que confesar que al principio yo no conocía tampoco el terciopelo, aunque intuía que era algo suave. Terciopelo era una de esas palabras que estaba en boca de las mujeres de la familia cuando hablaban de telas como chifón, voile, matelasse. Pero un día en algún cumpleaños en casa de un compañero de clase, la madre dijo algo muy esclarecedor: “Chicos, tengan cuidado con las papafritas porque ese sillón es de terciopelo”. Fue una revelación. Ahí estaba: era un sillón de un terciopelo encarnado. Me senté ahí inmediatamente, feliz, sin decir nada, y toqué despacio los apoyabrazos como hundiéndome en una vulva gigantesca. Creo que no me levanté ni para ver el video de Rocky que habían alquilado.