La segunda novela de Sebastián Menegaz se llama El último moscovita. La primera, La liga harapienta, es algo así como un western gauchesco y fue elogiado, entre otros, por Luis Chitarroni, a cuya memoria Menegaz dedica su moscovita. Que no es moscovita sino cordobés, ya que el libro transcurre en el colegio universitario Manuel Belgrano y se centra en la toma del edificio que tuvo lugar en 1999. A su vez El carapálida, la primera de las dos novelas de Chitarroni lo hace en una genérica escuela pública de la Ciudad de Buenos Aires en 1971. Cada uno de los treinta y seis compañeros de séptimo grado de Chitarroni así como los treinta y uno de octavo año de Menegaz tienen su nombre y apellido, además de una entrada en escena al menos. Chitarroni y Menegaz escribieron a los cuarenta años su Juvenilia, aunque no es probable que esas novelas se transformen en lectura obligatoria de futuras generaciones de alumnos (aunque tampoco habría que descartarlo).
No solo las referencias mutuas y el tema escolar conectan a Chitarroni con Menegaz, sino una escritura que se hace a veces indescifrable. John Ashbery dijo que había leído una sola vez Ser norteamericanos, el mamotreto de Gertrude Stein, pero valía por cuatro porque ese era el número de veces que había tenido que leer cada oración. Algo parecido ocurre con nuestros dos autores, aunque Chitarroni es en su novela colegial más llano que en sus ensayos. Pero ambos parecen escribir a veces con el propósito de intimidar al lector. O de mostrar que han leído todos los libros (y, en el caso de Menegaz, que también ha escuchado toda la música). La perplejidad acecha frente a frases como ésta, lastrada de saerianismo: “Después de todo, tener talento, era, es muchas veces, darse cuenta –haciendo estallar un pot de dialéctica confeti– que se es ciego a él”. O ésta: “Una destreza de primer violín que no engendraba ningún clímax como si dribleara en círculos infinitamente pacientes (un preludio de La Monte Young).” Hay también mucho latín y francés, así como palabras que hay que buscar en el diccionario (“un terregal de membranófonos”) y exhibiciones de erudición botánica u ornitológica.
Sin embargo, Menegaz esquiva estas arideces porque tiene ritmo, tiene fluidez, tiene un fraseo hábil y ligero: jazzístico, como se le atribuye. Ese indudable talento puede despertar un entusiasmo como el que Emilio Jurado Naón (él mismo un muy buen escritor) despliega en la contratapa de El último moscovita, donde concluye que estamos ante “uno de los mejores escritores contemporáneos”. Jurado Naón agrega sus ingredientes a la ensalada y habla de “utensilios heredados del barroco –menos barrosos, estos; más deudores de rulo norteamericano que se trenza en Sor Juana y Gerardo Deniz, con unas gotas de la lima de Lezama en el aliño–” y termina equivocándose de medio a medio cuando sostiene que “Menegaz viene a redimir una falla en el contexto literario actual: forma, tradición, política.” Habría que traer a Gombrowicz para explicar que un escritor está vivo cuando evita esos tres lastres o los enfrenta. Por suerte, hay en El último moscovita ramalazos de un desorden y un lirismo que le dan una vida subterránea e insinúan un novelista libre de sus propios imperativos. Algo así ocurría también en El carapálida, pero Chitarroni optó por la crítica.