¿Tiene sentido apostar al sentido de lo que se considera ilegible, intraducible? Yuri Knórozov supuso que sí. Veníamos diciendo que era un joven sensible, violinista y artillero del ejército soviético que camino al bunker de Hitler se encontró con cajas llenas de libros que en la desbandada los funcionarios de la Biblioteca de Berlín no llegaron a trasladar a un refugio en los Alpes austríacos. (El Fuhrer había dado órdenes de destruir la ciudad y Albert Speer se negó). De una de esas cajas, Knórozov extrajo dos libros, uno de ellos era la edición de 1933 de Los códices mayas, el otro la Relación de las cosas de Yucatán, de Diego de Landa. Ya de chico, el joven soldado había manifestado su interés por esa civilización, así que el azar conspiraba en beneficio de su mayor felicidad.
Vuelto a Moscú, siguió con sus estudios (egiptología, lengua árabe y sistemas de escritura de India y China), se recibió de algo (¿lingüista?), y en Leningrado ingresó al Instituto de Etnografía y decidió descular la escritura ignota. Creía que lo que una mente concibió puede entenderlo otra, la suya. En su opinión, no existían los problemas sin solución. Nota: en una vieja novela reseñé las búsquedas centenarias para descifrar el manuscrito Voynich; ni vos, ni yo, ni la NASA le encontraron la vuelta aún. Pero Knórozov… Knórozov comprendió el error de de Landa, que quería encontrar un equivalente de los signos mayas para cada letra del alfabeto occidental, pero la escritura maya era silábica. Seguirá.