Navegamos sin saber casi nada del eventual puerto de arribo. Despertamos cada mañana casi
erotizados por la intrigante aventura que nos depara cada día. Insuperablemente duchos en surfear
las incógnitas más turbulentas, ningún asco le hacemos a gambetear un diario devenir de sorpresas
que ya no asombran.
Embriaga advertir con qué naturalidad coexistimos con la cultura de facto en la que se mece
la Argentina. Mientras, al grito de “bolivianos de mierda”, Hebe de Bonafini echó de
Plaza de Mayo a un grupo de personas de esa comunidad que protestaban por el asesinato de su
connacional Juvelio Aguayo (29 años) en Lomas de Zamora, un ser llamado Guido Süller se lamentaba,
en una señal de cable de un multimedio, de que por culpa de la dictadura militar de los años 70, él
debía masturbarse de manera poco convencional, puesto que “no se podía hacer nada”. En
un punto, el horno ya nos calcinó.
Una pertinaz y exitosa sucesión de políticas, silencios, palabras y hechos que fueron
incrustando en la sociedad civil un irreductible relativismo moral, transformó al país en un
no-lugar ético. Como todo es posible, nada es imposible. Destrucción de valor: Süller fue víctima
de la dictadura y según Bonafini los bolivianos son “de mierda”.
La saga de ejemplos marea. Para el Gobierno, por ejemplo, las decisiones de los jueces sólo
son apenas sugerencias más o menos atendibles, según les plazca a quienes conducen al país. El
episodio del sindicato de asistentes de vuelo lo ratifica.
Derrotada en elecciones, la conducción kirchnerista que reporta a la embajadora en Venezuela,
Alicia Castro, la Casa Rosada revela con su accionar que en la Argentina la supuesta división de
poderes es una entelequia.
Una vez más, Aníbal Fernández, sin matices ni artilugios, patentiza que la Policía Federal
responde de modo directo a su botonera de mando. Triste destino el del ministro de
“Seguridad”, Julio Alak, limitado al manejo protocolar de la fuerza.
Alak es a Aníbal F lo que Amado Boudou es a Guillermo Moreno. Como sucedía en las
nomenclaturas totalitarias del siglo XX, el poder real no reside donde funciona el poder
protocolar. El gobierno de los Kirchner no es, desde luego, comunista, ni mucho menos. Pero cultiva
una praxis de la gestión de rancio y sólido perfil stalinista.
En la URSS y en las democracias “populares” satélites de Moscú, había gobiernos
supuestamente institucionales, pero el poder lo tenía “el partido”. Así, lo más normal
era que presidentes o primeros ministros decoraran las superestructuras, pero palancas y decisiones
permanecían en manos del aparato. De ahí el concepto de apparatchiki, o sea cuadros que forman
parte de, y reportan al aparato.
¿Es acaso Jorge Taiana el canciller argentino? En los hechos pareciera que sí, ya que vive
prácticamente fuera del país en misiones internacionales non stop que jamás terminan. Pero cuando
el funcionario encargado de Amé-rica latina en el gobierno de los Estados Unidos visita la
Argentina, Taiana no está. Las declaraciones de protesta por lo que el enviado de Barack Obama,
Arturo Valenzuela, hizo y dijo corren por cuenta del jefe de Gabinete, que lo atendió en nombre del
Gobierno. Aníbal F se encarga de absolutamente todo en este país. Del fútbol “para
todos”, de las relaciones con los Estados Unidos, de los conflictos sindicales, del consumo
despenalizado de marihuana, del matrimonio gay, de la coparticipación federal y además de la
Policía.
Tenemos un Gobierno de iure que funciona como un gobierno de facto. El facto es una
componente profunda y central de la experiencia política argentina. Huelgas y acciones callejeras
ya no se anuncian de manera civilizada. Se descerrajan de improviso, cuando arde la mostaza. Usted
llega a un aeropuerto y el vuelo se canceló o no se sabe cuándo sale porque, nos enteramos, hay una
“medida” que lo impide.
Quienes protestan jamás pretenden recibir el apoyo, o al menos la comprensión inteligente de una
cierta simpatía social. Antes bien, ese afecto solidario jamás es buscado. Esencia poderosa del
clima de época, en la Argentina nos manejamos con voracidades atroces. En la perinola de la
argentinidad, todos quieren tomar. Planes, cooperativas, plazas, ríos, puentes, fábricas,
autopistas, cada cual atiende su juego. ¿Por qué no habría de ser así? En la dilapidada y penosa
Plaza de Mayo de este tiempo, tiendas paupérrimas albergan el camping de quienes exigen ser
remunerados como “combatientes” de una guerra de hace casi 30 años.
La tropa de Bonafini parece haber escriturado “la plaza” para uso propio: nadie
puede disputarle el usufructo de ese rectángulo de 22.000 m2. Es que ella es el Gobierno, ¿o acaso
no le dieron una radio de AM sin “formalidades” jurídicas?
Por eso, cuando la Casa Rosada le ordena a la Policía Federal no acatar una decisión de la
Justicia, ratifica una práctica ya proverbial. La mentada gobernabilidad con la que se hace buches
Néstor Kirchner consiste en que en este país los únicos que mandan duermen en la residencia de
Olivos. Todo lo demás son “meras” formas.
¿Por qué piqueteros autónomos del Gobierno no acamparían en la 9 de Julio si la asamblea
ambientalista de Gualeguaychú, cuyo plantel operativo cotidiano no supera hoy el tamaño de
esmirriado pelotón, privatizó y bloquea la frontera con Uruguay hace tres años sin que nadie haya
decidido desde el Poder Ejecutivo poner fin al dislate?
En el país del facto todo consiste en consumar hechos. Ahí radica una clave cultural
poderosa. Tras décadas de reverenciar a las efectividades conducentes, una franja gruesa de
argentinos practica una religión tenebrosa: hay que meterle para adelante, después veremos.
Así nos arrimamos al fin de año, sofocados por tanta prepotencia, pero todavía
insuficientemente convencidos de que sólo se sale de esta imprevisibilidad crónica recorriendo el
camino lento, costoso y lleno de espinas del gobierno de la ley. Esa decisión aún no ha madurado.
Aunque nos odiemos, pareciera que aún preferimos la bacanal de irracionalidades en que vivimos. Así
vamos.