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encrucijada

Banalizar al ser humano

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El viernes 17, poco después de las 11 de la mañana, recibí un mensaje de texto de mi hija de 17 años. El mensaje fue breve: “Murió Videla”. Respondí rápido, sin pensar demasiado. Anoté: “Hay que festejar”. Pero al releer la oración, noté que las palabras me incomodaban. No fueron del todo genuinas. Estuvieron condicionadas por un imperativo social: Videla es un genocida espantoso, un reverendo hijo de puta; por lo tanto, hay que celebrar su muerte. Sin embargo, algo de mi mensaje no me conformaba. Estuve con este tema todo el día rondando en la cabeza. Me parece que tiene que ver con algo simple. No consigo establecer una alianza entre el fin de una vida y el festejo, aunque se trate de la muerte de un monstruo como Videla. Hay algo tan contundente en la muerte, esa manifestación democrática de la biología, que convoca a la reserva, a la intimidad. Me acuerdo de que, en Hombre de la esquina rosada, al moribundo le tapan la cara con un sombrero para evitar que los presentes “le curiosearan los visajes de la agonía”. Esto que sentí tiene raíces en las emociones. En algún sustrato de mi psiquismo, cierto enlace primario dispone que lo celebratorio se relaciona con lo vital y nunca con la muerte.

Sin ninguna duda, Videla no experimentó nada de esto frente a sus actos. Siempre respaldó la muerte; es más, le puso su cuerpo y su voz. En otras palabras, le dio entidad al mal. Para conseguirlo, necesitó hacer algo que Hanna Arendt consigna en “el mal radical”: volver superfluo al ser humano, quitarle el derecho de tener derechos. Impugnarlo, vaciarlo, banalizarlo. Convertirlo en NN.

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