COLUMNISTAS
el personaje y el poder

Bobby Fischer, úselo y tírelo

Tengo un amigo fanático de la astrología y del ajedrez que me asegura que el 9 de marzo de 1943 a las 2 y 39 de la tarde (momento del nacimiento de Bobby Fischer), un grupo de planetas estaba alineado sobre los vértices de un triángulo equilátero, formando lo que se denomina la Gran Trinidad.

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Tengo un amigo fanático de la astrología y del ajedrez que me asegura que el 9 de marzo de 1943 a las 2 y 39 de la tarde (momento del nacimiento de Bobby Fischer), un grupo de planetas estaba alineado sobre los vértices de un triángulo equilátero, formando lo que se denomina la Gran Trinidad. Tan significativo es esto para quienes creen en estos asuntos que, dicen, en una circunstancia como ésta nacieron Goethe y Da Vinci. Pero la Gran Trinidad no es sólo señal de nacimientos geniales. También de catástrofes: ella estuvo presente en el cielo de la erupción del Vesubio y durante el terremoto de San Francisco en 1911. Seguramente, la Gran Trinidad habrá vigilado el horizonte de la Alianza o la década menemista. Eso sí, seguro que Cavallo no nació bajo su protección.
No sé cómo habrá sido la infancia de Goethe o la de Da Vinci (dicen que Rembrandt nació en circunstancias similares, pero tampoco sé nada de la niñez del holandés y no cabe mentir interés chusmeando en Wikipedia), pero la de Fischer no fue justamente de esas que presagian una vida gloriosa. Criado por su mamá –el padre se fue para no volver cuando Bobby tenía apenas 2 años–, Fischer tuvo enormes problemas tanto para cumplir con el colegio como para hacerse de amigos. Preocupada ante la necesidad de que Bobby se mantuviera entretenido cuando ella y su madre estaban fuera, la hermana mayor le regaló un juego de ajedrez de esos que apenas tienen las 32 fichas. A la edad de 7, y de la mano de las rudimentarias instrucciones impresas en el reverso del tablero, Fischer aprendió el juego que jugaría como nadie en el mundo.
Iluminado por estrellas como Rembrandt, Da Vinci y Goethe, ahora sabemos que Fischer fue, también, autodidacta. Como Einstein, Woody Allen, Kubrik, Saramago, Uma Thurman o Abraham Lincoln.
Como en la vida de todo personaje legendario (por cuestiones que van desde la paranoia hasta su incorrección política, Fischer fue una leyenda en vida), a la de Bobby no podía faltarle el mentor. Nacido en Chicago pero radicado desde chiquito en Brooklyn, Fischer dejó el colegio formal a los 13 años. Entonces, apareció en su vida John W. Collins, quien ya había tutelado a varios ajedrecistas notables y a quien algunos historiadores otorgan el rol de padre sustituto de Fischer. Según Collins, Fischer fue un adolescente prodigio, más que un niño prodigio. Pero un adolescente prodigio como no hubo en la historia.
Francamente, limitar el recuerdo de alguien como Fischer a un puñado de referencias biográficas –no todas de certero origen– es restringir esta columna a algo poco menos hueco que un manifiesto franquista. Sin embargo, es imposible dimensionar el personaje sin pasar por estos datos. Porque estamos hablando del personaje más notorio de la historia de uno de los juegos más jugados en el planeta. Un tipo que convirtió su apodo y su apellido (Fischer no permitía que nadie que no fuera su amigo le dijera Bobby; algo que bien hubieran hecho García Márquez y Serrat para evitar que cualquier nabo les dijera Gabo o Nano) en sinónimo de un deporte no es un hombre cualquiera. Más aún si el mito se construyó en tan poco tiempo. Más aún, porque Bobby Fischer siguió siendo sinónimo de ajedrez genial y atormentado por más que haya jugado públicamente apenas un puñado de partidas en los últimos 35 años.
En parte, porque ese puñado de partidas –las disputadas y ganadas a Boris Spassky en Yugoslavia en 1992, por un premio de tres millones de dólares– significaron que su país lo considerara traidor a la patria y lo incluyera en la lista de buscados por la CIA y el FBI. Su pecado fue jugar al ajedrez en un territorio sometido al bloqueo norteamericano a cuenta de la Guerra de los Balcanes.
Spassky no sólo fue su último rival conocido sino también su único gran adversario. Al menos el de la gran ocasión, la del título mundial de 1972 en Reikiavik. Los dos se midieron por primera vez en Buenos Aires. Spassky, que le ganó aquella vez, aseguró que la conducta de Fischer delante del tablero le semejaba la de una “cucaracha demente”. Una década más tarde, luego de un largo viaje selectivo que incluyó 19 victorias consecutivas entre el torneo interzonal y el selectivo en sí (aseguran en el mundo del ajedrez que es un récord imposible de igualar en un nivel tan alto), liquidó a Spassky con 7 victorias, 3 derrotas y 11 tablas. En la mañana del 31 de agosto de 1972, y mientras Fischer dormía, Spassky confesó estar mentalmente liquidado y decidió no presentarse a la vigésima segunda partida. Ese día se ganó, en los Estados Unidos, un cielo que le quitarían prontamente. Porque ganar aquel match en tiempos de la Guerra Fría era encolumnar tu nombre tras los de Armstrong, Collins y Aldrin.
Tres años más tarde, Fischer puso condiciones inaceptables para exponer su corona ante Anatoly Karpov y la FIDE le quitó el título. Fue el final de la historia deportiva del único campeón mundial de ajedrez norteamericano.
Sin piezas y tableros delante suyo, la vida de Fischer en los Estados Unidos pasó a valer tanto como la de un homeless, un veterano de Vietnam o un iraquí sin pozos de petróleo. Y su cabeza pasó a funcionar en dimensiones poco comunes.
El 23 de julio de 2004 fue detenido en el aeropuerto de Narita al querer ingresar en Japón con un pasaporte que su gobierno le había cancelado en su condición de prófugo desde una década atrás. Cuando lo detuvieron, acusó a Bush de criminal y a Koizumi, primer ministro japonés, de títere. Simultáneamente, el gobierno islandés no sólo le ofreció asilo sino que tardó menos de un año en darle ciudadanía y pasaporte de ese país. La llegada de Fischer a Reikiavik en condición de asilado político fue de apoteosis. Nadie olvidó aquella enorme victoria de 1972.
Hace pocos días, murió víctima de una disfunción renal. Dicen que su caso de paranoia ya era cuestión extrema. Fischer cambiaba de aspecto por temor a que lo mataran sus ex compatriotas; nadie podría discutir que, en Estados Unidos, fue efectivamente perseguido.
Como Maradona con el pasaporte diplomático que le encajaron Menem, Niembro y Galmarini, como Jesse Owens, quien después de aniquilar a Hitler en los Juegos de 1936 tuvo que correr contra caballos para ganarse la vida, Fischer fue una muestra más del úselo y tírelo tan afín a quienes nos mandan.