“¿De qué va esa mierda de la cultura árabe?”, se preguntaba William Burroughs.
Se recomienda a los visitantes de Marrakech caminar detrás de los jóvenes que se ofrecen a indicar una dirección porque de ese modo disimulan estar trabajando clandestinamente de guías turísticos, algo que la ley les prohibe. Si alguien es capaz de eludir los rigores de la ley es cualquier joven marroquí (incluidos los apenas púberes que ofrecen sexo y hachís en cada esquina), de modo que el subrayado es estúpido (destinado a turistas europeos, incapaces de entender el mundo más allá de sus estrechos sistemas de categorización). La explicación es más sencilla: al caminar delante de uno, los jóvenes obligan al desprevenido a seguirlos como perros durante las cuadras que ellos consideren necesarias para ganarse una recompensa por su falsa amabilidad (la mayoría de las veces, ni siquiera requerida).
Caminando rumbo a unos jardines recomendados por las guías, un joven de una belleza sobrecogedora (evito suspicacias: tenía más de veinte) me preguntó a dónde iba, me dijo que el parque estaba cerrado (lo que era mentira, como luego comprobamos), me dijo que era bereber, que estudiaba lenguas en la Universidad, que su padre trabajaba en el barrio judío, y comenzó a caminar sin mirar hacia atrás por un laberinto de callejas. Cada tanto agregaba un comentario idiota y se palmeaba la pierna para indicarnos que nos corriéramos del centro de la callejuela porque venía una bicicleta. Como quien le habla a su perro.
De pronto, estábamos subiendo una escalera y hablando con su “padre” (en fin, el dueño de la herboristería para quien trabaja a comisión). Un yerbero como el de Jane Bowles, pensé (e imaginé la voz de Mario Bellatin, diciéndome que no tomara nada).
El “hijo del herborista” desapareció de nuestra vista y terminé comprando aceite de árnica, para mi tobillo adolorido, y unos granos negros para no roncar, que venden a precio de oro, más caros que el azafrán, porque aparentemente duran para siempre. Pagamos, por supuesto, la décima parte de lo que nos pedían, porque acompañado por un gallego avaro es imposible que me curren. Hasam (o como se escriba), hermano, Allahu Akbar y Assalamu ‘Alaikum (“Dios es grande” y “La Paz Sea Contigo”): si te seguimos fue porque nos habías prometido dejarnos hacerte una foto y habríamos pagado por ella más que por la pacotilla medieval y pseudonaturista que compramos.