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Caballo de Troya inesperado

Impuestos y cálculos 20210308
Ganancias y otros impuestos | Agencia Shutterstock

El excanciller Guido Di Tella solía comentar con naturalidad que la reticencia a pagar impuestos de los contribuyentes era tan lógica como la de los políticos de disponer de gastos a costa de rentas generales. El diputado Milei va un paso más allá e identifica la política impositiva con la violencia de quien amenaza con un arma a otro. Para evitar esta dialéctica en torno a la legitimidad de la fuerza con que el Estado puede obtener obligatoriamente recursos de la ciudadanía, la Justicia estableció límites: 33% en el caso del mal llamado impuesto a las ganancias (en realidad, a los ingresos para no caer en la máxima massista que “el salario no es ganancia”).

El problema es que dicho porcentaje, pensado como un techo a la capacidad contributiva, se va convirtiendo en el piso para una porción minoritaria de la población. Sin embargo, la dinámica económica fue alternado sustancialmente esta normativa.

En parte, por una posición ideológica de querer alterar la jurisprudencia y la legislación por disposiciones de facto. Para algunos suena amarrete disponer de la tercera parte de lo que genera alguien más productivo, más rico o con más suerte. Da igual, lo que corresponderías sería mucho más y para eso se hicieron revoluciones de todo tipo.

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El kit de instrumentos impositivos es tan variopinto como creativo. Incluyen nombres y conceptos tan diversos como originales: retenciones (a las exportaciones que, por otro lado, se quieren promover), desdoblamiento cambiario (de hecho, otra carga al comercio exterior pero generalizada), derechos estadísticos (que financia varias veces un INDEC del primer mundo), aportes “solidarios” obligatorios a diversos fondos fiduciarios, contribuciones patronales y personales para financiar coberturas de salud, ampliación de infraestructura, fondos específicos, entre otros. Pero en los últimos dos años se recrearon nuevas formas de transferir ingresos de unos a otros, siempre en aras de grandes objetivos o por la excepcionalidad de una situación: la tierra arrasada, el mega endeudamiento, la fuga de capitales, la pandemia o la “renta inesperada” ocasionada por la invasión de Rusia a Ucrania.

El kit de instrumentos impositivos es tan variopinto como creativo

Pero también existe otra razón, mucho más práctica: desde hace 20 años, luego de la pesificación que licuó el gasto público en 2002, la porción del producto bruto interno dedicado al consumo e inversión del sector público en todos los niveles, aumentó al menos 15 puntos en total. Algunos economistas, como Orlando Ferreres, lo calcula oscilando entre el 42% y el 45%, hasta a veces arañando el 50%. Lo cierto es que Argentina presenta una estatización del gasto casi 10 puntos por encima al promedio de América latina, las economías que en teoría son más parecidas. Incluso, está por encima del promedio de la OCDE si se consideran, además, el impuesto inflacionario como otro tributo no legislado que inclina la cancha a medida que se acelera el alza de precios. La razón es muy simple: financiar un gasto público que parece desbocado y en el cual sectores de la población creen tener derecho a una porción de recursos que sumados dan más que el total, requiere de cada vez más fondos que las normas vigentes ni siquiera pueden aportar.

Otros países encontraron la solución a este dilema en alinear su normativa con su sistema económico: en la Unión Europea, por ejemplo, existen economías que destinan casi la mitad de su PBI a lo púbico mediante una fuerte presión impositiva y alícuotas elevadas especialmente en los ingresos. La contraparte es una administración estatal organizada, con una burocracia en la que la profesionalización y el mérito aseguran una baja tasa de corrupción, visible, por ejemplo, en el ranking de Transparency International, que puntea la autopercepción de los actores económicos sobre prácticas non -sanctas generalizadas.

Establecer tasas impositivas “nórdicas” como buena parte del oficialismo persigue, obliga, finalmente, a dar otro sustento jurídico y comunicar la buena (o mala) nueva a los contribuyentes, en un signo de madurez democrático basado en la transparencia. Pero también rompería un mito: que sólo pagan impuestos una pequeña parte de la población. Mientras la mayoría se auto perciba como “ciudadanos tax-free”, menos atención pondrán sobre la corriente de mayores gastos que en que incurren cada vez más los tres niveles del Estado (y sobre todo los inferiores). La creatividad tributaria evita demorar la aceptación de esta realidad con sucesivos caballos de Troya impositivos que, en realidad, quieren cambiar lo legislado sin decirlo.