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Caballos de Troya en la literatura

Alguien debería tomarse el trabajo de recopilar esos diálogos, esas apariciones fugaces en la literatura que tienen tanta realidad como lo irreal, que consiguieron filtrarse, entrar, de modo que muchos creen saber cuál es su lugar, cuando su lugar es sólo la imaginación o el engaño, que vendría a ser lo mismo.

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Pinocho en el cadalso. | cedoc

Alguien debería tomarse el trabajo de recopilar esos diálogos, esas apariciones fugaces en la literatura que tienen tanta realidad como lo irreal, que consiguieron filtrarse, entrar, de modo que muchos creen saber cuál es su lugar, cuando su lugar es sólo la imaginación o el engaño, que vendría a ser lo mismo. Al mismo tiempo, esos elementos extraños sirven de proba probante para algo tan pueril como saber si nos están engañando –no tan pueril en realidad. Si alguien asegura haber leído en El Quijote aquello de “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”, estará confirmando que nos miente, porque lo primero –o lo segundo– que sorprende a cualquier lector es justamente la ausencia flagrante de esa expresión. Lo mismo courre con “Elemental, mi querido Watson”, algo jamás puesto en boca de Sherlock Holmes por Arthur Conan Doyle. Una novela y la personalidad de su protagonista resultan mucho más ricas que la imagen que se instaló y quedo cristalizada de ellas: se dice que a Pinocho la nariz le crece cada vez que miente. Lo cierto es que, en el libro, la nariz le crece a Pinocho cuatro veces, y no siempre por mentir. La primera “erección” de Pinocho tiene lugar apenas Geppetto se la talla; la segunda, ante la olla pintada en la pared de su casa; la tercera, en presencia del Hada; la cuarta, ante un pobre viejo que le informa sobre la suerte del niño accidentado en la playa. Es cierto, la nariz le crece por mentir en el segundo caso, pero en el segundo caso se trata menos de un niño que miente que de un niño aterrado: de haber sobrevivido a un ahorcamiento se encuentra de golpe en una cama extraña ante una niña de cabellos azules con serios problemas de afectividad. Que Pinocho mienta en esas circunstancias demuestra el completo control de sus emociones y, sobre todo, una valentía extrema: cualquier otro en su lugar preferiría volver al cadalso. Pero hay más: son expresiones que como caballos de Troya entran subrepticiamente en la ciudad, o sea en nosotros y en nuestra confianza, para dominar nuestra imaginación y someterla. El caballo de Troya, ya que lo mencionamos.

Muchos aseguran haber leído en La Ilíada el pasaje que describe el modo en que los aqueos consiguen entrar a la ciudadela troyana, cuya invención se atribuye a Ulises y su construcción a Epeo, que no era ni carpintero ni maestro mayor de obras, sino un simple soldado. José Edmundo Clemente se detiene en esto en Historia de la soledad, un libro publicado en 1969 en la Argentina por Siglo XXI. Clemente se tomó el trabajo de consultar el diccionario Espasa, y parece ser que hasta el abultado diccionario cae en la alucinación popular de describir la hazana ocurriendo en La Ilíada. Es gracioso ver en algunas ediciones al caballo ausente soberano de las tapas, demostrando que ni siquiera los editores leen las cosas que publican.  Clemente invita a comprobar que no hay caballo leyendo los XXIV cantos del poema homérico. Hay, en cambio, breves alusiones en La Odisea, que dicen poco de los soldados callados dentro del incómodo caballo. El aedo de la corte de Alcinoo, Demódoco de Corcira, lo menciona al pasar en el canto VIII, cuando canta delante de Ulises episodios de la Guerra de Troya. ¿Cómo es posible entonces que un pasaje presente en una obra llegue a representar con tanta fidelidad a una obra en la que ese pasaje está ausente? Clemente dice que en su opinión esa es la metáfora más alta y valedera de la mitología.

Clemente se tomó el trabajo de contar: “Tres veces se menciona en La Odisea el famoso caballo, con menos de 46 versos en total en un poema de 12.110”. Es hermoso cuando en una discusión alguien habla con semejante precisión.

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