El programa 6, 7, 8 quedará en la historia pequeña de los medios, como quedó aquella campaña de postales de Para Ti durante la dictadura para que los lectores las enviaran al exterior con el texto “Los argentinos somos derechos y humanos”, o aquellas notas de Somos dictadas por los servicios de Inteligencia.
Orlando Barone es el José Gómez Fuentes de esta época: se le nota esa actitud hasta en la postura corporal: saca pecho, orgulloso, se revuelca feliz en el barro de la provocación. Un actor de reparto al que le llegó, finalmente, un sitio en el cartel.
Sólo quien hubiera dicho, en otros tiempos: “Que venga el Principito” puede hoy, liviano, casi divertido, frivolizar el asesinato de Cabezas “porque no murió en Afganistán”.
La gente como Barone tampoco muere en Afganistán, ni incendiado y maniatado en una cava en Pinamar. Lo más probable es que muera en el olvido.
El afán oficial por reescribir la historia que sea, este estúpido deseo de poseer el monopolio de la verdad, los héroes, la juventud maravillosa, la militancia sacrificada, la rebeldía de Puerto Madero empujaron a Barone a pronunciar aquella estupidez. Ninguno de los ex empleados de Clarín que lo rodean dijo una sola palabra, por lo que puede suponerse que compartían su teoría de muertes mayores y menores.
Si se lo piensa bien, es lógico: quien no tiene escrúpulos en la vida, ¿por qué habría de tenerlos en la profesión? Aquel que ubica a la nieta en Télam, que forma parte de diversos grupos de tareas y propaganda en Radio Nacional, Canal 7 y el Grupo Szpolski, que presenta tapes manipulados por la caja registradora de Gvirtz, ¿qué problema puede tener en descalificar la muerte de un periodista o el silencio de otros?