Cada generación paga sus precios. Los abuelos vivieron en una Argentina que del crecimiento acelerado pasó a sentir un freno lento que luego se volvió estridente. Los años 30 fueron tristes, pese a que los considerados “infames” por frustrar los momentos electorales hicieron muchas obras. La red de caminos la crearon ellos. Los grandes edificios públicos en la Capital los inauguraron ellos. De ellos surgió la propuesta de apurar un desarrollo industrial de substitución cuando el conflicto mundial se nos venía encima.
Los cuatro primeros años del justicialismo (1946-1950) permitieron el jolgorio y la esperanza. Y se dio la mejor distribución del ingreso, irrepetible, entre los trabajadores.
Pero esa racha fue cortada abruptamente por la pérdida de reservas del Banco Central y luego una sequía que quebró la producción de cereales. Era otra Argentina, la de 20 millones de habitantes que podían vivir de los frutos de la tierra. El mundo vivía un equilibrio por la Guerra Fría y la bipolaridad. Las dos partes en pugna parecían entenderse. Los abuelos volvieron a presenciar o a participar de un odio absoluto entre peronistas y antiperonistas. No hubo tregua. La revolución del 55 mostró un resentimiento sin límites. Perón dejó las cuentas oficiales en rojo y una tensión en la sociedad que no acabaría por muchísimos años.
Después sus hijos, nuestros padres, encararon proyectos distintos. O la resistencia armada contra el sistema o avalar la estrategia desarrollista de Arturo Frondizi y entusiasmarse con un cambio decisivo a través de la industrialización imprescindible del país y el autoabastecimiento petrolero. No pudo ser. Los militares, convertidos más que en un factor de poder en un verdadero partido político, le hicieron a Frondizi 32 planteos y lo echaron. Otro golpe de Estado sucedería a los cuatro años, cuando volvieron a aparecer los nacionalistas y corporativistas que en la década del 30 habían coqueteado con la extrema derecha.
Aunque más allá del todo, la década del 60 fue pletórica, inolvidable e irrepetible. Brillaban los artistas, los centros culturales, las exposiciones, el periodismo escrito, los bares bohemios, la magia de la cultura, las costumbres más liberales y la pastilla anticonceptiva. Sin embargo, a fines de los 60, después del Cordobazo, una explosión de protesta sindical-estudiantil brotó y luego se expandieron los grupos armados, que buscaron la toma del poder utilizando la violencia extrema.
Los años 70 fueron años invivibles para muchos, con la actuación de la guerrilla, la agudización de una crisis económica que estallaría en el Rodrigazo y una falta de estabilidad creciente en la vida privada. Terminó y al mismo tiempo empezó con la dictadura militar de 1976, con sus aires triunfales y sus crímenes atroces, en medio de una impunidad única. Ese tiempo terminó con el fracaso en la Guerra de las Malvinas, que forzó la muerte de miles de argentinos.
Los 80 trajeron la democracia pero también la falta de resolución de la problemática económica. Los 90 fueron una ficción, la de la convertibilidad, un engaño que permitió que los argentinos conocieran el mundo mientras el país se fundía paso a paso.
El 2000 consagró la “grieta”, un país donde uno de cada tres ciudadanos ingresó en la total pobreza, un manejo económico que terminó en fracaso, más un manejo político que se asesmejó a una autocracia.
Ahora, los descendientes de aquellos abuelos y de aquellos padres idealizan los momentos en los que sufrieron sus antepasados. Leen lo indispensable, los métodos educativos han fracasado, los celulares y las notebooks son la única referencia, muchos creen a pie juntillas que el único proceso válido es el populismo. El lenguaje se ha jibarizado, las relaciones humanas son más frágiles y distintas a las conocidas, hay conciencia de que los viejos tiempos no volverán. Es el reino de lo imprevisible.
*Periodista y escritor.