En 1955, el gobierno de Perón estaba agotado. A pesar de que, electoralmente, hasta un año antes mantenía una enorme ventaja en las urnas, gran parte de la sociedad se sentía exhausta ante un gobierno que no dejaba de alimentar divisiones y conflictos. La pelea con la Iglesia fue posiblemente decisiva; sectores católicos del peronismo fueron expresando su cansancio, tomando distancia y confluyendo hacia una coalición golpista, lo mismo que sectores de pensamiento nacionalista inquietos por la nueva política petrolera, y se sumaron a amplios segmentos de la clase media. Lo que no se podía lograr en las urnas –en buena medida, por limitaciones de los dirigentes opositores– habría de lograrse con los tanques en la calle. Consenso sobre las políticas de gobierno no había, ni en la nueva coalición ni en las fuerzas armadas que dieron el golpe. Y se instaló una nueva divisoria, entre los que concebían un nuevo orden político “sin vencedores ni vencidos” y quienes se planteaban “erradicar al peronismo de la vida política argentina”. Esa divisoria marcó la suerte del país durante dos décadas.
Una conjetura contrafáctica es que si en 1955 hubiese tenido lugar una normalización institucional plena, el sistema electoral habría encontrado su equilibrio, el peronismo habría ganado elecciones a veces en algunos distritos y perdido en otros, Perón como líder en el exilio se habría ido diluyendo. Era esperable que, en la inercia de un sistema político abierto, el peronismo sufriría sucesivas divisiones y escisiones –como sucedió, pero en medida mucho menor–; el sistema político se hubiera habituado a convivir con la alternancia en los gobiernos y la pluralidad en el Congreso. El régimen militar y la obsesión con el peronismo en parte de la sociedad lo impidieron.
Lo que sucedió estuvo lejos de lo que imaginaban muchos de quienes el 23 de septiembre de 1955 celebraron la Revolución Libertadora en la Plaza de Mayo –entre quienes había no pocos peronistas, en general provenientes más bien de cepas nacionalistas–. La sociedad argentina se sintió cómoda aceptando un modelo que no le era desconocido: una coalición sostenida en objetivos de cortísimo plazo, para la que el ensañamiento con el vencido significa más que los acuerdos sobre la visión del país.
Esa es la matriz básica que sigue prevaleciendo en las expectativas sociales: sólo cuenta el corto plazo, sólo importa lo que nos une en la coyuntura, que es estar en contra de alguien y no a favor de algo, los problemas de fondo que nos agobian pueden esperar –porque de hecho cada uno lidiará con ellos como pueda, con ajustes microeconómicos, con lobby, o adaptándose–. De un lado y del otro de esas grandes divisiones que la Argentina suele crear se razona del mismo modo.
Parece haber una ley extremadamente simple: cuando una parte de la sociedad se entusiasma con la idea de que terminar con un gobierno es un objetivo supremo, y lo consigue, lo que sobreviene una vez alcanzado ese propósito es algo inesperado y, habitualmente, no superador. La Argentina no esperaba ni a Frondizi ni a Illia después de 1955; no esperaba al gobierno militar que tuvo después de 1976; no esperaba ni a Duhalde ni a Kirchner después de 2001. Y como no los esperaba, buena parte de la sociedad no los aceptó de buena gana.
Una conclusión posible es que el gobierno de un país dividido –una defendiéndose como puede y la otra aceptando que no tiene otro objetivo que profundizar la derrota del derrotado– no funciona. Desde hace setenta años –desde hace 85 años– los argentinos nos preguntamos por qué no tenemos un sistema político como el que la inmensa mayoría de nosotros consideramos “normal”; y no tenemos respuesta.
En las conversaciones cotidianas sobre estas cosas suele haber discusiones que son casi clichés: para algunos el problema está en nosotros –esto es, la “sociedad”–; para otros, el problema está en los dirigentes; y para algunas minorías pequeñas, pero locuaces, el problema son fuerzas enemigas que operan contra nosotros. La sociedad es algo demasiado complejo para imaginar que es posible modificarla con acciones voluntarias de corto plazo; cada uno puede creer que es posible hacer algo para cambiarla, pero sin impactos inmediatos. En cambio, los dirigentes disponen de márgenes de acción indudables; es comprensible que se apele a ellos. Hay muchas ideas al respecto; una de ellas es que sólo dirigentes con visión del país y de su propio quehacer político, con capacidades “estratégicas” y “tácticas” en mezcla adecuada, pueden llevar a la sociedad a modificar su hoja de ruta. Y se sigue esperando que aparezcan.
*Sociólogo.