En un pasaje de Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos (Ediciones Godot, 96 páginas en formato de 13 cm x 10 cm, Buenos Aires 2017) escribe Edgardo Scott: “Lo que [William] Hazlitt odia o aborrece no es tanto la compañía, como la demanda”. Es una frase de una agudeza extrema, que convoca a pensarla mucho más allá de Hazlitt, casi diría que aplicada a nuestra propia vida cotidiana. Parte del encanto del libro reside en que, ici et là, Scott deja caer breves comentarios que lo alejan por un instante del asunto tratado y permiten ser leídos en nuevos contextos. Frases inteligentes y sutiles escritas como en cámara rápida, que a la vez que reportan al tema sobre el que se viene escribiendo, funcionan también como una variación levemente irónica: “Con su hipersensibilidad paranoide como única compañía, Rousseau emprende el paseo”.
La variación, en términos musicales, es el estilo que gobierna el texto de Scott. Su tema son los caminantes –el arte de caminar– y las diversas figuras que adoptó la modernidad urbana (los cuatros topos del subtítulo). Por allí aparece la constelación que incluye a Poe, Baudelaire y Benjamin. Algo más allá en ese mapa celeste, Robert Walser. Sarmiento y Mansilla. Thoreau, por supuesto (autor que engama con el catálogo de Godot) y un breve y final excursus autobiográfico (mejor dicho, más autobiográfico que el resto del libro, en el que no se deja de señalar la ilusión, casi programática, de que literatura y vida vayan de la mano).
Sobre el ya mencionado Hazlitt reparara evidentemente en De las excursiones a pie (“No puedo ver el encanto de pasear y charlar al mismo tiempo”) pero sobre todo toma de él –y de esa tradición anglosajona– cierto tono liviano y elegante que reaparece a lo largo del libro. No debe entonces sorprender, cuando se detiene en Poe y su herencia francesa y luego alemana, que realice esta declaración de principios sobre las diversas ciudades afectadas: “Londres, no París. Londres, la ciudad de los incendios, donde los pasajes siempre fueron un poco más oscuros, brumosos y sórdidos”. Pese a que se promener es una actividad eminentemente parisina (un verbo con capacidad de volverse sustantivo), Scott argumenta la primacía inglesa dentro de una discusión con la que no puedo estar más de acuerdo: los riesgos de convertir en lugar común a la sensibilidad de Baudelaire y Benjamin sobre el flâneur: “Hoy percibimos algo forzado, lugares comunes, la frase hecha: todos ven flâneurs por todos lados, todos son flâneurs en todos lados”. Elegir a Londres como capital de la flânerie evita esa tentación, descentra la conversación, agrega aspectos nuevos e impensados, como la caminata del flâneur “por las calles de Jack, the ripper”, es decir, por calles surcadas de crímenes, de oscuridades, tal vez también de sangre (como todo buen libro, el de Scott me dispara digresiones: ¿se podrá leer en esa clave al policial negro norteamericano? ¿Hay caminatas en Chandler y Hammett? ¿Es posible asociar la ética del flâneur con la mirada impiadosa sobre la degradación de la ciudad capitalista? Nota al pie: debo releer ya mismo el artículo –creo que de Carl Schorske, no estoy seguro– sobre las tres miradas sobre la ciudad, que leí hace décadas en una de las separatas de Punto de Vista). Leer bien, al fin y al cabo, allí radica el placer de este libro.