Pululaban no pocos indeseables. Fueron felices con Menem, con Duhalde, y lo han sido con los
Kirchner. Pero al margen de ellos, o a pesar de ellos, ese mediodía fui testigo de una profunda
reparación. Mientras el septuagenario José Mujica hablaba, las conclusiones eran inapelables.
El nuevo gobierno del Frente Amplio uruguayo (construcción política plural nacida hace 41
años) presentó ante la comunidad de negocios del Río de la Plata a su binomio José Mujica-Danilo
Astori y eligió para hacerlo no sólo a Punta del Este en el vórtice de un verano esplendoroso, sino
al rumboso Conrad, hotel kitsch al que el medio pelo progresista percibe como quintaesencia del
“nuevorriquismo”, enemigo del pueblo.
Tuve el privilegio de estar cerca de Mujica, en una de las 300 mesas integradas por
ejecutivos de empresa, aunque no faltó el toque farandulero que se arrima a “la movida”
con pétreo oportunismo.
Se podía constatar, 45 minutos antes de abrirse las puertas del ostentoso paquebote hotelero,
que se venía un éxito. Una muchedumbre esperaba pacientemente para entrar, bajo un sol descomunal.
Un risueño oriental que deambulaba por los pelotones de capitalistas, no pudo con su ingenio y me
encaró: “Che, ¿pero qué pasa? esto parece la entrada del Centenario antes de un
Peñarol-Nacional”.
La primera moraleja fue evidente antes de que empezara el almuerzo organizado por la Cámara
de Comercio Argentino Uruguaya bajo el sugestivo lema “Los empresarios en el proyecto
nacional: desarrollo y reducción de la pobreza”, al que se arrimaron 400 empresarios de
Argentina y decenas provenientes de Brasil, Chile, Paraguay, Venezuela, Israel, Estados Unidos,
Alemania, Bélgica, Italia, España y China, además de centenares de uruguayos. Juicio inapelable y
sabio: Kirchner lo hizo.
Los argentinos, encantados con el gesto y las palabras de Mujica y Astori, participaban de lo
que en la Argentina corrosiva y tóxica de estos años es inconcebible. Los uruguayos no se privaron
de ninguna “humillación” para con los pedestres y belicosos argentinos, enfermos de
agresividad, odio y revancha. La empatía inmediata que se percibía se fraguó en el espectáculo de
civilidad colosal de los orientales
Si el chileno Sebastián Piñera, el colombiano Alvaro Uribe, el mexicano Felipe Calderón o el
peruano Alan García ha-blasen de estímulos a la inversión, bajos impuestos, apertura a los
mercados, seguridad jurídica y lucha contra el delito, sería muy sencillo obliterarlos,
definiéndolos como perros guardianes del imperialismo yanqui. Pero quien hablaba a pocos metros de
uno de los casinos más imponentes del hemisferio, estuvo 13 años en las garras del régimen militar
uruguayo, incluyendo un primer lustro de confinamiento solitario enterrado en un agujero, como ése
del que nunca pudo recuperarse Raúl Sendic, fundador de los Tupamaros.
Mujica no fue uno de los jefes prominentes del Movimiento de Liberación Nacional, pero sí uno
de los más aguerridos combatientes de su vanguardia armada en los años de plomo, cuando esa
guerrilla operativamente audaz pero políticamente dogmática y prepotente se burlaba de la
democracia y pretendía convertir a Uruguay en el Vietnam urbano en Sudamérica.
Al igual que los que sufrieron en serio (Mandela, Bachelet), en Mujica no hay odio, sarcasmo
agresivo o pedagogismo discursivo. Revolucionario de armas tomar y con el cuerpo lleno de
cicatrices, primero saludó y agradeció la presencia de Julio María Sanguinetti y Luis Alberto
Lacalle, ex presidentes legítimos de la democracia uruguaya, del Partido Colorado el primero, del
Nacional (blanco) el segundo.
No conforme con ese guiño de país maduro, agradeció a otros dirigentes políticos de los
ámbitos más diversos, como el blanco Jorge Larrañaga, el colorado Pedro Bordaberry y el
independiente Pedro Mieres, todos ellos civilmente sentados a las mismas mesas, todos
pertenecientes a un solo país.
Mujica no sólo no se cree superior: hace un culto de la sencillez. Podría ser una astuta
maniobra de posicionamiento, sobre todo ante la desesperante y vergonzosa arrogancia argentina,
pero quienes lo escuchaban se derretían cuando el hombre que asume la presidencia el 1º de marzo
dijo que el Frente Amplio ganó sólo porque sacó “unos votos más”.
Mujica se ufana, deleitado, cuando dice que, dentro de todo, y a pesar de sus problemas, en el
Uruguay los políticos caminan por la calle igual que la gente de este pequeño país, sin mayores
problemas. Entrecerrando sus ojos pícaros y oscuros, el viejo guerrillero, soldado hace cuatro
décadas de una patrulla de audaces profesionales de la violencia que mataron gente, secuestraron
personas y robaron a destajo, mientras peroraban que el poder nace “de la punta de un
fusil”, deslumbró hasta el asombro a una platea cautivada.
Cinco ejemplos de la singular potencia de una verba popular auténtica, unida a conceptos
especialmente movilizadores:
“Quieran al Uruguay. No es perfecto. No se coman la pastilla.”
“Invertir no es una timba ciega. El gobierno tiene el deber de aminorar al máximo posible
los márgenes de riesgo y ofrecer estabilidad.”
“Lo tenemos que afirmar los políticos, que ponemos la caripela con la gente.”
“Necesitamos un clima que propicie la inversión. Históricamente, hemos sido un
desastre, preferimos sacarla para afuera, colocarla en un banco, no invertirla acá. Jugala acá, que
no te la van a expropiar ni te van a doblar el lomo con impuestos.”
“Si queremos recaudar aumentando los impuestos sobre la misma masa de riqueza, estamos fritos, porque matamos la gallina de los huevos de oro.”
Sinceridad, modestia, claridad, sensibilidad popular, inteligente lectura de la época. Mujica es el antiverso, un viejo revolucionario que, derrotada su organización en la guerra, no sólo depuso las armas, sino que se desembarazó de las mentiras y trampas del populismo patotero como el que gobierna a la vecina Argentina.
Fue goleada, no sólo de Uruguay, del Frente Amplio y de Mujica. Era la reveladora radiografía de contraste con este desventurado tiempo argentino.