El cine argentino lo hizo de nuevo: Lucrecia Martel nos trae otra película genial, indefinible. Y tal vez por indefinible es que en vez de mirar hacia adentro del cine, mira hacia afuera. Hacia las cosas. Y el lenguaje.
La ambigüedad ha caído en zona desgraciada. A veces los artistas se ven dando mansas explicaciones por todos aquellos puntos donde el significado “estabilizado” de su arte sucumbe. Martel y su enorme protagonista (una María Onetto tan singular que opera casi como mágica coautora del sentido) vuelven a recordarme que sin ambigüedad no hay arte: que sin esa falta de “propósito” (que tiende a ligar causas y efectos tan correctamente que aburre) no aparecerá ningún Sentido que exceda la Razón. Martel lo hace, de yapa, sin incurrir en abstracciones y como cruces múltiples de géneros (terror salteño, sociología piletera, policial borroso). Elijo mi propia nueva categoría: “cine catástrofe de clases”. Porque no hay lucha de clases en La mujer sin cabeza: la lucha está perdida, y la han perdido ambos bandos. La clase oprimida ha perdido no sólo su punto de vista, sino también su terca opacidad: pese a la morochez de su piel, son ya invisibles y fantasmales. Habitan casas ajenas, salen de abajo de las camas, meten los dedos en un inútil ventilador de hospital para hacer girar las paletas, comparten con los perros el rol de las víctimas y de los inocentes. Pero nadie los ve. Y la otra, la clase dominante, apenas se reconoce a sí misma en su máscara, en lo ridículo de sus profesiones, en esos jardines edificados como capas de ruinas sobre antiguas piletas, como si fueran el producto de sucesivos terremotos silenciosos. Se premian con lujos dudosos: la masajista provee incómodo placer en un rincón del piso, entre la cama y la tele.
¿Cómo se llamarán esos planos? Nucas desteñidas, nigérrimas rutas, planos generales que cortan las cabezas, fondos siempre activos de fantasmas desenfocados que no pueden probar su existencia real. ¿Y qué festín ofrecen estos fotogramas al pensamiento? Se trata –repito– de un cine que obliga a pensar porque transgrede categorías cerradas: géneros, ideas acabadas, gustos claros. Lo demás es luz en movimiento.