Bastan un puñado de chats y algún video íntimo, difundidos a rabiar, para que emerja, otra vez, el debate: ¿tiene que haber un límite a la intromisión mediática en la vida privada? ¿Es berreta ese “periodismo” que vive hurgando en donde nadie lo invitó? ¿Deberían primar los posibles daños en la divulgación de información de dudosa procedencia e irrelevante para una sociedad?
Por lo general, asociamos estas formas con el llamado periodismo de chimentos, representado por varias “figuras” que al lector seguramente le vendrán a la mente. Esos conductores que, escoltados por su corte de audaces panelistas, pueden llenar dos horas de programa con un muy profundo y valioso análisis sobre, digamos, las infidelidades del famoso de turno. O esos esforzados (y humillados) noteros que, bajo el aura del “estoy trabajando”, pueden perseguir, al borde del acoso, a una personalidad en su recorrida hasta el asiento del auto para sonsacarle alguna confesión sobre su última ruptura amorosa. Y, si todo lo anterior fracasó, montar una guardia en su domicilio.
En el caso más reciente, le tocó a Diego Latorre ser el destrozado por la industria chimentera, algo que desde estas líneas repudiamos enérgicamente. Pero, sin perder este hecho de vista, proponemos tomar este tipo de tratamientos como un engranaje más de una enorme picadora de carne que no da un mismo tratamiento a todos sino que reproduce desigualdades.
Cuando se discuten coberturas de casos como el de Latorre, resulta interesante ver cómo el “derecho a la intimidad” es invocado al nivel de un límite ético que solo sería cruzado por determinados periodistas inescrupulosos y programas de baja calidad.
Pero el problema surge cuando ampliamos el análisis y vemos un mapa mediático como el actual, cargado de, por ejemplo, noticieros con móviles en las puertas de casas de presuntos “delincuentes” (de quienes se suele hablar con nombre y apellido).
Además, y tal vez de forma cada vez más recurrente, vemos imágenes de espectaculares allanamientos anti-drogas, anti-secuestros o anti-lo-que-sea en precarios domicilios (un material difundido por la propia Policía que luego es reproducido sin mayor mediación por los canales).
También es común encontrar circulares informes sobre “pibes del paco” (a los que, livianamente, se identifica, criminaliza y ubica en determinadas categorías sociales) cuyo único matiz es la barriada elegida en cada programa. Aquí, por cierto, hasta son cuestionados los intentos de resistencia a la intromisión mediática: a quienes se atrevan a atenuar su condena de facto se les preguntará “por qué se tapan la cara”.
En ese marco, suena irrisorio ver a Luis Ventura o Jorge Rial como únicos exponentes de la vulneración de los derechos a la intimidad. Más bien conviene observar hasta qué punto gran parte de la producción mediática gira en torno a este tipo de accesos.
Con este último hecho, de carácter privado pero llevado a lo público, cabe preguntarse en qué momentos emerge el debate en torno a la intimidad y en qué otros se lo silencia o no se lo considera. O mejor dicho: cuando afecta a qué clases o sectores muchos se rasgan las vestiduras por una vulneración que bajo determinadas formas está anclada al funcionamiento mediático.
Cabe preguntarse además, dentro de cada mundo privado en el que se penetra, qué se busca perseguir para ver cómo desigualdades materiales son reproducidas y reforzadas en el plano simbólico. ¿O alguien piensa que algún día también nos sobrecargarán de informes en algún country sobre “la gente de las pastis” (en las villas los “pibes” incurren en otro delito: ser menores), apoyados en cámaras escondidas en alguna cancha de paddle y matizados por una voz que relate e identifique los movimientos de cada vecino?
Más que preguntarse, cabe dejar en claro que, como en otras tensiones que se buscan simplificar para no discutir el fondo, aquí no estamos hablando de un conflicto jurídico sino profundamente político.
*Periodista.