“Bienvenido a mi morada. Entre con libertad, por su propio deseo, y deje parte de la felicidad que trae.”
“Drácula”, de Bram Stoker (1847-1912)
—Entonces, conde, esa frase de la síndico Ripoll: “Racing Club Asociación Civil ha dejado de existir” ¿era verdad?
—Sí. Racing estaba muerto aquel jueves 4 de marzo de 1999. Entonces fui y lo regresé a la vida. Debería agradecérmelo. (...)
Unos días antes, un misterioso mail había llegado a mi correo del diario, [email protected]. Lo mandaban desde [email protected]. Este decía, exactamente: “Asch: deje de lloriquear por la suerte de su club y haga algo por él. El Mal tiene muchos rostros pero un solo espíritu lo alienta desde la oscuridad. Busque las oficinas de Alucard International Consultors, en Puerto Madero. Pregunte por su presidente, el conde Vlad Tepes, y pídale una entrevista a su secretaria. Seguramente lo citarán para después del atardecer. Serán amables, pero cuídese; llene sus bolsillos de ajo, tenga a mano alguna cruz y un lanzaperfume con agua bendita. Vaya y pregunte. Ese hombre sabe muy bien por qué Racing no se refleja en los espejos y ya ni siquiera da sombra. Por qué planteles enteros, técnicos y hasta antiguos gerenciadores, huyen despavoridos de allí. Por qué pocos jugadores sobreviven. Y por qué, si lo consiguen, apenas podrán despegar sus piernas del suelo. Averigüe. ¡Perfumo o Muerte! ¡Empataremos! Firmado: un amigo”.
No suelo prestar atención a los anónimos, pero una llamada me hizo cambiar de opinión. Era mi viejo amigo irlandés, Bram Stoker, que andaba de paso por Buenos Aires y quería saber qué había pasado con aquel robo a las oficinas de su ex socio, Francis Coppola. Lo consulté y no dudó: “Sí, es el profesor Van Helsing, que busca prensa porque quiere que la Universal le filme la zaga de su película. Pero es cierto lo que dice. El tipo de mi novela, Drácula, está en Buenos Aires. Quiere meterse en el fútbol, un mundo aún más tenebroso que el suyo. ¡Racing es la víctima ideal!”.
Fue así que llegué a Puerto Madero. La secretaria abrió la puerta, y allí estaba él. Sonreía. Ropa negra casual, algo de gel, anteojos de marca. Nada de frac, capa, pelo engominado o colmillos puntiagudos. Me sorprendí. Se río con ganas cuando se lo dije, antes de ofrecerme una copa de vino rojo. Había espejos y la luz del sol entraba por el ventanal gracias al cambio de hora. Nos sentamos en unos sillones de diseño, también negros.
—Yo...
—Sí, ya sé: “No bebo... vino”. Está en todas las películas; en la original de 1931 con Béla Lugosi; en las de los 60, de Terence Fisher con Christopher Lee y hasta en la de Coppola. Sé qué clase de tinto prefiere, conde.
—Maldito cine. Facturé mucho, es cierto; pero esos Drácula arruinaron mi imagen. Ni siquiera se salva ese miserable aristócrata alemán, Murnau, que filmó mi historia en 1924 y la llamó Nosferatu, sólo para no pagarle derechos a mi biógrafo, Stoker, que la tenía escrita desde 1879. Mucho menos Herzog, que me hizo igual de feo en su remake y tuvo el peor de los castigos: soportar a ese demente de Klaus Kinski.
—Vine a verlo sin cruces, ristras de ajo ni agua bendita. ¿Hice mal?
—Por favor. Esas son supersticiones baratas. Aquí soy un tipo normal. Chupo sangre, como muchos; y soy tan inmortal como Gardel. Sólo Gustavo Costas podía creer que todas esas cruces y estampitas que besaba lo protegerían de mí. ¿Vio cómo se ponía en cada partido? Un papelón.
Van Helsing tenía razón. Racing era, nomás, un no-vivo, un infectado por Drácula. ¿Cómo arrancarle esa maldición? ¿Estaca? ¿Intervención? ¿Elecciones? ¿Valijas tipo Antonini Wilson para salvarlo del descenso? Desesperado, volví a la carga.
—Oiga, Drac, ¿por qué se la agarró con La Academia?
—Soy hincha. Lo mío es amor, Asch. Cuando el club estaba quebrado fui y le di vida eterna. Hinqué el diente un poco, sí, aquí y allá; comisiones, pases, lo usual. Después de sufrir en la B quería ser campeón. ¿Sabe todo lo que hice para que ese equipo de Merlo ganara el título en 2001? Visitas a rivales, dirigentes, referís, cuerpos técnicos, uf. Glorioso año, aquel. Festejé el título y me tomé todo: cuatro presidentes en una semana. Inolvidable.
—Sí, pero después siguió con los de Racing.
—Cierto. Pero... eso está en mi naturaleza. Es injusto que los hinchas digan que los jugadores son unos muertos. No exactamente. Un equipo no se arma de un día para el otro. Hay que saber esperar. Años, décadas. ¡Siglos!
—En eso estamos, veo. ¿Cómo se lleva con Blanquiceleste?
—Ahora mejor. Marín desconfiaba. De Tomaso no, es un amigazo. Nunca un embargo entre Fer y yo: todo se arregla con fluido fresco.
—Genial, pero si siguen así vamos a jugar el clásico con El Porvenir...
—No dramatice. Mire, no sé qué más quieren los futbolistas. ¿Sabe lo que es tratar con representantes, intermediarios, empresarios? Al lado de lo que muerde esa gente, yo soy Heidi, créame.
Un ruido sordo explotó en la recepción e interrumpió la charla. Gritos, muebles caídos, vidrios rotos. Nos pusimos de pie. “Seguridad”, ordenó por su handy sin perder la elegancia. “Si me disculpa...” susurró, mientras posaba su mano en mi espalda y me acompañaba hasta la salida.
—Otra vez Van Helsing. Ahora está con la barra brava. A veces llega desesperado, con una estaca de madera y un martillo, al grito de “¡Vamo’lacadé!”. Pretende matarme. Los guardias ya lo dejan ir, pobre. Suele pasar por la puerta de la AFA también; para cantar, insultarlo a Grondona, o tirar huevos podridos...
Drácula parecía cansado, o triste, o melancólico, cuando suspiró y dijo.
—Ah... el poder del amor. El eterno amor. La única cosa que podría matarme, Asch; como a cualquiera.