Hace algunos meses presencié una discusión de sobremesa entre varios intelectuales brasileños. Era en un restaurante dentro de un shopping frente a la sede de la Universidad Federal de Río de Janeiro, no muy lejos de Copacabana. El tema en debate era, precisamente, Río de Janeiro. De golpe, uno de los presentes hizo una pregunta tan brutal como definitiva: “Pero ¿cuál es hoy el sentido de Río?”. Preguntarse por el sentido de una ciudad no deja de ser inquietante, es casi como preguntarse para qué sirve, o cuál es su razón de ser. Según comentaban mis anfitriones, Río de Janeiro sufrió dos grandes crisis, casi simultáneas. La primera fue la creación de Brasilia y su conversión en capital en 1960. Edificios enteros de Río –donde trabajaban funcionarios públicos– se vaciaron raudamente, un sector de la vida urbana desapareció, y por supuesto su referencia política se perdió. El segundo, fue el auge, por la misma época, de San Pablo y su región como capital económica del país. Ese crecimiento fue apoyado políticamente por el estado federal, y buena parte de las industrias (incluyendo las culturales, tema de conversación en aquella noche) dejaron Río, generando un vacío aún más grande que el producido a causa de Brasilia. De repente, en no más de 15 o 20 años, Río se instaló básicamente como una ciudad turística. Por supuesto todavía quedaban industrias, capital político, vida artística y cultural, todavía era una ciudad importante en el mapa geopolítico de la región, pero se había perdido irremediable buena parte su complejidad urbana.
Esa noche, la discusión giró en torno a la posibilidad de seguir siendo una ciudad turística en medio de la pobreza y la violencia. La mayoría de los participantes en esa cena (o sus familias) habían sufrido un hecho de violencia en los últimos 5 años. Salvo uno, ninguno había efectuado la denuncia policial. Un grupo de comensales (en total siete personas), tenía una mirada pesimista y no le encontraba futuro a la ciudad. Pronosticaban un aumento aún mayor de la violencia –y de las bandas organizadas– y por lo tanto, un descenso sostenido del turismo extranjero, o por lo menos del turismo de clase media y alta, que sería reemplazado (o mejor dicho: que ya estaba siendo reemplazado) por el turismo mochilero, el del bed and breakfast. El otro grupo también era pesimista, pero de otra manera; más sutil, incluso más ideológico. Estaban convencidos de que Río de Janeiro iba a ganar la elección para organizar los Juegos Olímpicos de 2016, y que ese evento iba a servir como relanzamiento de la ciudad como gran capital turística a escala global. Suponían –de allí su pesimismo– que el destino de Río era convertirse en la capital mundial de la sociedad del espectáculo (tomando a los Juegos Olímpicos como ícono de la mediatización). Así, por un lado, estaban los pesimistas que creían que ya ni el turismo le quedaba a Río, y del otro, los pesimistas que pensaban que lo único que le quedaba a Río era convertirse en una especie de cuidad-temática, for export, hecha de fachadas hermosas, arena blanda y favelas ocultadas por la escenografía. Y de repente se hizo un silencio, y entonces alguien hizo la pregunta: ¿pero cuál es hoy el sentido de Río?
Después me llevaron en auto al hotel, en Copacabana. Antes de entrar decidí dar un paseo por el barrio, entre unas pocas prostitutas, calles desiertas y algo sucias, y uno de esos típicos bares cariocas abierto hasta tarde. Caminé hasta la playa –iluminada con inmensos reflectores– y me senté en un banco. El clima era profundamente melancólico, y pensé: “Río de Janeiro es una ciudad maravillosa”. Y después pensé: “¿Cuál es el sentido hoy de Buenos Aires?” Quizás sea la pregunta que no se han querido formular ni De la Rúa, ni Ibarra, ni Telerman, ni Macri; quizás sea una pregunta que no estén en condiciones intelectuales de responder. O tal vez sea una pregunta que ni valga la pena hacerse.