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Cien años, un instante

“Sumida en el mismísimo corazón del momento, lo dejó clavado, allí: el momento de esta mañana de junio en la que había la presión de todas las otras mañanas, viendo el espejo, la mesita, y todos los frascos, concentrando todo su ser un punto, mientras miraba el espejo, viendo la delicada cara rosada de la mujer que aquella misma noche daría una fiesta, de Clarissa Dalloway, de sí misma”.

Virginia Woolf persigue el instante, de una vida, de una época; de la fuga del instante, de la vida, de una época. Descubre, escribiendo, que solo se puede llegar a percibir la fuga, que “escribir no sirve para nada” –como dijo Martín Caparrós sabiamente en estos días–, que por suerte es inútil, que no nos salva, y quizá por ello mismo, es lo que nos queda. Seguir escribiendo. Donde sea: en la pizarra de nuestra mente, en el aire, en un celular, en un cuaderno. En este espacio de lectura cotidiana que nos enlaza de alguna manera. Woolf busca apresar el momento de la fuga, que ya es muchísimo, creando personajes que permanecen inmóviles, dejando que sus conciencias fluyan, sin hacer otra cosa que mirar y contar, sentir, exclamar, pensar y sentir. Viendo lo que se va en el momento en que ya no está. Reviviendo al escribir. Donde sea, acá mismo.

No hay foto, palabra, recuerdo, sueño que alcance a almacenar el momento. Sin embargo, la Woolf, hace cien años, escribió una novela, una primera novela donde el instante es amor, guerra, depresión, muerte, fiesta. Y también decisión de vivir. Un mismo momento, y sus reveses. El suicidio y la elección de vivir… el momento.

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Se trata de Mrs Dalloway, publicada en 1925, la invención casi cinematográfica de un modo de narrar. Porque la novela oscila entre varios personajes que van pasándose la posta de la subjetividad. Como si una cámara pudiera capturar los pasos de personas que se cruzan en un mismo día combinando recuerdos compartidos con la soledad más absoluta.

Un solo día. De junio, en 1923. No podía ser otro mes. Porque también es el revés de otro junio. Dos veces junio. No el de Martín Kohan, tan nuestro, tan doblemente trágico: junio del 78. El festejo y el horror. Me refiero al junio de Joyce, el 16, día en el que se festeja en las calles de Dublín la existencia de una novela única, Ulises. El Bloomsday, en homenaje a su protagonista, Leopold Bloom. Y el junio de Virginia, único día de Clarissa Dalloway.

En un solo día, en ambas novelas, ocurre la humanidad. Es un barómetro de tiempo por donde se cuelan las experiencias del pasado en la realización del momento. Clarissa prepara una fiesta. La novela empieza cuando ella sale a buscar flores y termina…

Ninguna novela termina si se la sigue leyendo. Y tampoco el mundo se termina, si se lo sigue escribiendo. De alguna manera. Aunque no sirva para nada. Precisamente por eso.

“Nada podía ser lo bastante lento… Este haberse perdido en el proceso de vivir, y haber hallado el proceso de vivir”, dice o se dice en otro momento la Señora Dalloway. Este personaje que recién cumple cien años ya tiene varias caras: Vanessa Redgrave, en el film de Marleen Gorris, y una mezcla de Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore en Las horas, de Stephen Daldry. Y sigue diciéndonos lo mismo, aunque se trate de otra época: la vida es la preparación de una fiesta que termina cuando se van todos los invitados. Pero también nos dice que las flores conviven con las balas. La novela sucede entre guerras, como casi todas las novelas que escribe Woolf. De 1925 a 1936 publica una seguidilla de libros, verdaderas casas donde asentar la vida: Al faro (1927), Orlando (28), Un cuarto propio (29), Las olas (31), Los años (36). En casi todos, una mujer mira por la ventana. Como si fuera un cuadro. Y permanece allí, dejando correr los pensamientos. Así también lo hace el personaje de la madre en su siguiente y bellísima historia, Al faro. Porque la ventana es el marco de la memoria. A su vez, la posibilidad de salirse de ese marco, de tirarse por la ventana. Sus mujeres de ficción no lo hacen. Ella lo hará. Virginia se llenará de piedras los bolsillos. Ganarle en peso al insoportable peso de la guerra.

Su ventana será el río Ouse, donde se suicida en 1941. Las bombas rompen sus oídos. El odio es sordo. Volver a leerla, acompañar a la Señora Dalloway en los preparativos de la fiesta. Quedarse con las ganas de preparar la propia, de desglosar los instantes que configuran la iluminación de una vida. Comprar flores, invitar a amigos. Compartir momentos, hacer historia. Pequeñas, únicas. Seguir leyéndola. Darle vida a estos personajes que nos abren la ventana del entendimiento, de la sensibilidad. Pensar en ella, en Virginia, en el mundo, en la guerra que destruye todas las ventanas.