Dos modelos institucionales han regido la vida de las democracias representativas modernas al menos en los últimos doscientos años: el presidencialismo y el parlamentarismo. Surgido el primero a fines del siglo XVIII con la Constitución de los Estados Unidos, es en esencia el que se fue imponiendo en la organización de los países de América. El segundo, con antecedentes que según los historiadores se remontan a la Carta Magna inglesa de tiempos medievales, se consolidó en Gran Bretaña a partir de fines del siglo XVII. Su extensión a las monarquías constitucionales y, luego, repúblicas europeas lo convirtió en el preponderante, con pocas excepciones, en el Viejo Continente.
Más allá de los avances que, en su momento, estos dos modelos significaron para establecer “el gobierno de la ley” y la institucionalidad democrática, a pesar de la baja complejidad social e institucional de esas sociedades, muchas de ellas agropastoriles o en los umbrales de la industrialización, ambos concluyeron mostrando un marcado agotamiento para resolver los problemas de las sociedades actuales, mucho más complejas y sujetas a cambios permanentes.
El presidencialismo, que en América del Norte se forjó para dotar al gobierno nacional de atribuciones que contrarrestasen las fuerzas centrípetas del poderoso federalismo de los nacientes Estados Unidos, en nuestros países latinoamericanos surgió como una forma de transición entre el pasado monárquico colonial y un futuro republicano y democrático, que se aspiraba alcanzar con la transformación de nuestras sociedades. Es lo que señala la famosa fórmula, atribuida al Libertador Simón Bolívar y repetida entre nosotros por Juan Bautista Alberdi, según la cual nuestros Estados en formación necesitaban “reyes con el nombre de presidente” para darse rápidamente su organización constitucional. Pero si para nuestros prohombres del siglo XIX ése era un primer paso, lo cierto es que el exacerbado presidencialismo, lejos de atenuarse con el tiempo, como ellos deseaban, se consolidó entre nosotros, llevando en ocasiones a excesos de caudillismo y pretensiones hegemónicas, cuando no incluso a actitudes mesiánicas.
Por algún tiempo muchos pensamos, y me incluyo, que el parlamentarismo representaría un modelo más virtuoso, capaz de evitar los excesos del presidencialismo de nuestras repúblicas. Pero hay que reconocer, a la luz de la experiencia de los últimos tiempos, que esa expectativa favorable no siempre se condice con la realidad. Desde ya que el ámbito parlamentario, cuando el debate de ideas va acompañado por la búsqueda de consensos, aparece como un espacio mucho más proclive al diálogo y al trabajo en conjunto, en pos de políticas de Estado y estrategias nacionales de largo aliento. Pero cuando así no sucede, cuando el Parlamento deja de ser asamblea para buscar las mejores soluciones y se convierte en el campo de disputas que dividen a la sociedad, una especie de arena donde se enfrentan los gladiadores a la vista del público, esas virtudes potenciales se degradan y, lejos de favorecerse la gobernabilidad y la legitimidad institucional, suele agravarse la inestabilidad política.
Son muchos los ejemplos en este sentido. Recientemente, en su visita a Buenos Aires, María Elena Boschi, ministra italiana de Reformas Constitucionales y Relaciones con el Parlamento, señalaba cómo su país tuvo 63 gobiernos en los últimos setenta años. Ese fenómeno preocupante está llevando a la búsqueda de consensos para reformular el régimen institucional en Italia, que más allá de los caminos que se elijan, claramente habla de problemas en el funcionamiento del sistema parlamentario. También las dificultades que atraviesa España para salir de un atolladero político que corre el riesgo de paralizar la búsqueda de soluciones a los problemas económicos y sociales, muestran que el parlamentarismo, por sí solo, no representa hoy una garantía de gobernabilidad.
El caso actual español no es, por cierto, el único conocido en tiempos recientes. El récord quizá le corresponda a Bélgica, donde entre junio de 2010 y diciembre de 2011 no fue posible formar gobierno ante el estancamiento, más que empate, entre las fuerzas con representación parlamentaria. Pero la salida de esa prolongada crisis posiblemente esté señalando la vía de solución: el fin de ese impasse de un año y medio llegó cuando se logró formar un cogobierno de cuatro de los principales partidos belgas.
En efecto, el cogobierno se presenta cada vez más como una necesidad. No sólo para hacer frente a situaciones excepcionales, sino como una nueva modalidad de convivencia política. En los países de mayor consolidación institucional, los ejemplos de cogobierno son frecuentes y constituyen la base de esa solidez. Alemania, desde su organización como república federal en 1949, ha tenido 23 gobiernos formados por integrantes de distintos signos partidarios. Si bien los alemanes hablan de coaliciones, en los casos de partidos de cierta afinidad ideológica, y de grandes coaliciones, cuando las integran fuerzas consideradas polarizadoras de la opinión, como la Democracia Cristiana y la Socialdemocracia, se trata de cogobiernos que han permitido no sólo superar los traumas de la difícil posguerra sino recuperar y desarrollar las potencialidades de la nación, reunificarla y llevarla a la posición que hoy ocupa en la Unión Europea y en el mundo.
Superando el presidencialismo y el parlamentarismo. En esa rica experiencia lo que más se destaca es la superación de una visión binaria que, a mi entender, es la que socava actualmente tanto al presidencialismo como al parlamentarismo. En ambos modelos sigue rigiendo una mirada según la cual, en la vida política, unos “ganan” y otros “pierden”; unos “son gobierno”, y los otros “son oposición”. Este esquema de contraposición instala la categoría de opositor, rival, contrincante y a veces, la de enemigo, creando bandos que tienden a convertir al antagonismo, a la confrontación y a la división en las formas naturalizadas de comprender y emprender la acción política. Y es precisamente éste un “lujo” que las complejas sociedades actuales ya no permiten que nos sigamos dando, ni los políticos ni los ciudadanos.
Los grandes desafíos de un mundo poblado por siete mil millones de congéneres, donde crecen exponencialmente las demandas y la puja por los recursos, en el que los cambios tecnológicos se aceleran constantemente y nos acercan cada vez más unos a otros, al tiempo que se acentúan las desigualdades en las regiones de la Tierra y dentro de ellas, y recrudecen extremismos políticos y religiosos, requieren poner a actuar en común la inteligencia, la dedicación y el trabajo de todos.
La dimensión de esos desafíos requiere la construcción de consensos de tal alcance que exigen superar la división entre “nosotros” y “ellos”, para pensar en términos de “todos nosotros”, para poder, juntos, encarar y resolver los problemas, cada vez más complejos, que enfrentamos. Es necesario dejar atrás la perimida idea de que el que sale primero en una elección gobierna unilateralmente y el resto es oposición, que en el mejor de los casos se le asigna un rol de controlador.
Debemos avanzar hacia un sistema donde el ganador de una elección conduce y los otros partidos con representación parlamentaria integran un cogobierno, en posiciones ministeriales u otras de la estructura político -administrativa, mediante un acuerdo escrito de carácter programático, vinculante entre las fuerzas políticas y ante la ciudadanía.
No será un camino sencillo, pero estoy convencido de que es el más adecuado para elaborar y llevar a la práctica, de manera consensuada y responsable, las políticas de Estado que tantas veces reclamamos y que cada vez resultan más necesarias, y para fortalecer nuestras instituciones y la gobernabilidad de nuestra República.
* Ex presidente de la Nación.