No está en la agenda de este gobierno”, sostuvo el jefe de Gabinete en una entrevista radial. Con esas palabras, Aníbal Fernández cerró la discusión. El debate en torno al drama social del aborto reúne tres en uno: un debate explícito sobre su status legal y el valor de la vida no nacida; otro sobre el fundamento de los derechos humanos; y otro más profundo, sobre la naturaleza de los conceptos jurídicos en general.
En el nivel explícito, se discute la existencia de un derecho humano al aborto, que incluso lo incorpore dentro de las prestaciones gratuitas de los servicios de salud. El argumento que sostiene esto es, en líneas generales, el que sigue: (a) el nonato no es persona ni titular de derechos humanos; (b) la decisión de abortar es una manifestación esencial de la autonomía de la madre; (c) el acto de abortar está resguardado por el derecho a la privacidad.
Este nivel explícito de discurso asume que el fundamento de los derechos humanos es el consenso político de las sociedades occidentales. Un consenso que se construye en la discusión política, la jurisprudencia, la ciencia jurídica, la literatura o el cine.
Del análisis de estas manifestaciones del espíritu cultural de la época se considera que el feto no es una persona. Si bien se concede que el consenso moral y político de las sociedades occidentales podría haber evolucionado de otra forma, se agrega que en el consenso real se dio de esta manera y a eso debemos atenernos.
El último y más profundo nivel de disenso es el que explica que siempre o casi siempre se mantenga igual la alineación de los actores en los debates públicos. De una parte se agrupan quienes entienden que, aunque algunos conceptos jurídicos –como, por ejemplo, el de “sociedad anónima”– son el resultado de una convención social, otros reconocen una realidad previa a la voluntad humana. Los derechos humanos y el concepto de persona entrarían en la segunda categoría, independientemente de las mayorías circunstanciales.
De otra parte están quienes entienden que todos los conceptos jurídicos, morales y políticos son una construcción social que determina su propio ámbito de referencia. Que el concepto de “persona” se aplique o no a los embriones humanos, al feto, al recién nacido o a los animales depende de la extensión con que la sociedad haya construido su significado. Nada hay en los individuos a los que llamamos “persona” y a los que les reconocemos la titularidad de derechos humanos que justifique, de forma intrínseca y necesaria, su inserción en esta categoría conceptual.
En 1962 decía el filósofo inglés John L. Austin, en su obra Cómo hacer cosas con palabras, que las palabras no sólo sirven para nombrar cosas, sino también para hacer cosas. Entre los ámbitos sociales a los que podría aplicarse esta advertencia, el Derecho es uno principal: con palabras, un juez une a dos personas en matrimonio; con palabras se nos priva de nuestra libertad ambulatoria; con palabras vendemos, compramos, y con palabras acordamos una Constitución y fundamos un país.
Si Austin inició una revolución en la filosofía del lenguaje de mitad del siglo XX, hoy ya no se trata solamente de que podamos o pretendamos hacer cosas con palabras en el mundo del derecho, sino de que en la discusión sobre el aborto podemos o pretendemos hacer y deshacer personas con palabras.
Si esta revolución jurídica no se fundamenta en la convicción de que los derechos humanos son vallas infranqueables, incluso (o sobre todo) frente a una voluntad social mayoritaria, entonces quizá estemos asistiendo también a una revolución moral, que dejaría a los más débiles en manos de los más poderosos, ya sea un poder individual o una tiranía de la mayoría.
*Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral.
Investigadora del Conicet.