Uno de los factores que contribuyen a que Italia sea infinita radica en la riqueza de sus dialectos. Siempre ocurren dos cosas simultáneas: la lengua oficial y la otra, la de la trampa, la travesura. Sabemos cómo se dice pero elegimos decirlo de otro modo. Las instituciones utilizan una sola lengua para todos, pero la vida por afuera se expresa en otros sonidos y está hecha de otra cosa.
El genovés está curado en la sal del destino de los puertos. Como nos pasa a los porteños de todo el mundo. No sólo es evidente la influencia de la vecina Francia o de la otrora poderosísima España, esa a la que llegó Colombo a pedir ayuda en su empresita, sino que aquí llegaban además el árabe de Túnez o el inglés de los comerciantes y piratas: hay un dialecto técnico marítimo que usa mezcla de inglés con genovés. Del puerto, en plena Via Aurelia, se abrían las rutas montañosas para ingresar a la Europa del norte todos los productos. Pero la arquitectura debió lidiar por siglos con la estrecha franja de planicie que quiso ofrecerle la Liguria. Aun más que en Venecia, donde el plan fue directamente descabellado, aquí el diseño urbano es demoníaco. Pero en eso radica el encanto poco difundido de Génova, la ciudad desfachatada sobre el mar en la que el mar no se ve, la villa hecha de escaleras, de calles a alturas impensadas, de autopistas caraqueñas, la urbe construida bajo tierra. No es inusual descubrir que bajo las calles, bajo alcantarillas enrejadas, se ve una ciudad sumergida, una Atlántida inundable de columnas altísimas, desagües como camas marineras, o teatros que se escarbaron tierra adentro en lo más duro de la roca porque sí.
Sólo aquí, aquí y en Buenos Aires, se puede comer la farinata, delicia pobre hecha de harina de garbanzos que en dialecto genovés se dice “fainá” y que no se consigue por Italia. Sólo aquí, como en Buenos Aires, los pescadores venden su pesca sin comerla. Los demás italianos sostienen que es porque el genovés es agarrado y prefiere vender el pescado (que es más caro) y cocinar con los productos de la tierra, más baratos. Yo –en cambio–, que filmé una vez una película entre pescadores marplatenses, sé que la pesca es una cosa horrible y maloliente que quita toda gana de comer. En el barco en el que yo filmaba había parrilla para el asado en altamar y el pescado se almacenaba en hielo en la bodega, allí donde no hubiera que olerlo para nada.
Me enamoré de Génova desde el avión. Y no nos une el fainá, sino el espanto.