Las transformaciones científico-tecnológicas del último siglo han determinado que las posibilidades de crecimiento económico y de desarrollo social estén, cada vez más, basadas en la disponibilidad y capacidad de gestión del conocimiento. De allí que los países de más rápido desarrollo son los que hacen mayores inversiones públicas y privadas en educación y en actividades vinculadas con la acumulación de conocimiento. La importancia del conocimiento en la economía no es una novedad histórica, pero sólo desde el siglo XIX el conocimiento específico y la investigación científico-tecnológica sistemática se convirtieron en factores productivos cruciales.
La primera revolución industrial, basada en la industria textil y otras de baja complejidad, no
fue el resultado de aplicaciones de conocimientos teóricos sino, en lo fundamental, de
descubrimientos y de desarrollos técnicos realizados por hombres prácticos como fabricantes,
hombres de negocios y hasta trabajadores. James Watt, que perfeccionó la máquina de vapor e inventó
el motor rotativo, fue, según Kemp, uno de los pocos inventores influenciados por la ciencia de la
época y en contacto con ella.
El cuadro cambió en el siglo XIX, cuando el desarrollo industrial comenzó a depender de
industrias más intensivas en conocimientos especializados, como la química, la siderúrgica y la de
bienes de capital. El aumento en la complejidad de las máquinas, de los materiales y de los
procesos de producción, y la tecnificación de servicios como el transporte y las comunicaciones
hicieron indispensable la aplicación de la ingeniería y de la investigación científica. Por lo
tanto, para realizar esas tareas se requirió contar con trabajadores capacitados, técnicos,
profesionales y científicos.
En ese nuevo escenario, Gran Bretaña sufrió un progresivo retraso frente a otros países por
la debilidad de su educación técnica. La educación británica era básicamente privada y orientada a
las ciencias humanas, y el Estado no tomó medidas para desarrollar los conocimientos técnicos que
requería la nueva etapa del desarrollo capitalista. La educación pública fue instaurada en Gran
Bretaña recién a fines del siglo XIX.
Los liberales británicos se opusieron a la participación estatal en la educación con el mismo
énfasis y con el mismo éxito con que se opusieron a que el Estado protegiera industrias en declive.
“Los británicos”, explica un historiador de la tecnología, “trataron de vivir una
segunda revolución con las mismas herramientas que habían empleado en la primera, tal como un
general aplica las tácticas de la última guerra a las que está peleando en el presente. La
aplicación sistemática de las ciencias naturales, de reciente desarrollo, se vio retrasada por la
perdurable tradición de aficionados y chapuceros, y por la virtual ausencia de educación
técnica… El sistema educativo, que nunca ha sido la institución más progresista de Gran
Bretaña, se opuso a la incorporación de las ciencias aplicadas dentro de su programa de estudios.
El entrenamiento informal, de antigua tradición, siguió siendo el principal medio de transmisión de
la información tecnológica.”
En ese período, los científicos británicos se dedicaban prioritariamente a la investigación
básica y daban poco lugar a la aplicada. Y, mientras el Estado y la sociedad británicos adherían a,
según la expresión de Keynes, “la religión del laissez faire”, sus competidores
llevaban a cabo políticas de Estado para el desarrollo educativo y científico-tecnológico.
Los gobiernos del continente europeo promovieron la educación primaria –aunque en forma
limitada, porque la escolarización completa hubiera significado retirar a los niños de las fábricas
o de sus tareas rurales– y crearon escuelas públicas de educación superior.
En Francia, Napoleón I profundizó la tarea de formación de la élite técnica y científica destinada al servicio del Estado que había iniciado el Antiguo Régimen. En Alemania y en los Estados Unidos, las investigaciones de las universidades estaban vinculadas con la producción y en muchos casos directamente con las necesidades de grandes empresas. Alemania se distinguió por su impulso a las escuelas de artes y oficios, y a los estudios de ingeniería que abastecieron las industrias de la segunda revolución industrial, las de la química y la siderurgia.
La mayoría de los países europeos, explica Mokyr, fundaron escuelas técnicas, que desempeñaron
un papel decisivo en la actualización del conocimiento. Los graduados de la Technische Hochschule
alemana llegaron a sorprender y preocupar a los empresarios de la entonces principal potencia
industrial.
El financiamiento estatal de la educación era limitado y la mayor parte del costo seguía a
cargo de las familias, lo cual reducía el acceso a los sectores de menores ingresos. No obstante,
nuevas clases medias y burguesas hacían esfuerzos por educar a sus hijos porque tenían aprecio por
la educación.
Las habilidades técnicas y los conocimientos necesarios para la nueva fase industrial estaban
difundidos también en Estados Unidos. Refiriéndose a la situación de ese país, un historiados
relata que, en el siglo XIX, “los observadores extranjeros subrayaban que el talento
individual no quedaba limitado a los dirigentes de la industria sino que también lo compartían los
trabajadores, especialmente en Nueva Inglaterra, por lo que algunas de las razones que explican
esta competencia industrial pueden aplicarse tanto a los empresarios como a los obreros americanos.
Una de ellas era, sin duda, la excelente educación que se impartía en el norte de Estados Unidos y
muy particularmente en Nueva Inglaterra.
En Estados Unidos se agregó otro ingrediente: las grandes empresas que aparecieron en el siglo
XIX desarrollaron una organización científica del trabajo y de la administración de los negocios y,
por lo tanto, una cultura que estimuló la incorporación de equipos de investigación científica.
Tenían, además, la dotación de capital necesaria para financiarlos.
Por su rezago educativo, Gran Bretaña fue perdiendo la carrera en la acumulación de
conocimientos necesarios para la economía moderna. A fines del período ya estaba detrás de Estados
Unidos, Alemania y otros países europeos en nivel de alfabetización y número de estudiantes
universitarios, y sus ingenieros tenían una preparación muy inferior a los de las universidades
estadounidenses o alemanas. Por eso, según Mokyr, el fracaso británico en ese período no fue
económico, sino científico y tecnológico.
La nueva era del conocimiento. La disponibilidad de conocimiento tecnológico fue importante
desde el inicio del capitalismo industrial, como lo prueban las prohibiciones a la emigración de
trabajadores especializados y las operaciones de espionaje industrial que realizaban los países y
las ciudades Estado ya en el siglo XVII.Pero esa importancia se acentuó a medida que se
profundizaba el avance tecnológico y científico, hasta el punto de que, en el siglo XX, el
conocimiento desplazó a los recursos físicos como factor productivo fundamental. “Hoy más que
en el pasado”, sostiene Vito Tanzi, ex jefe de impuestos del FMI, “el bienestar de una
determinada área depende por lejos más del capital humano de los individuos que viven en esa área
que cuando los recursos naturales eran más importantes. Conocimiento e información contribuyen hoy,
a una parte significativa del valor agregado de muchas mercaderías que se comercian.”
Desde el punto de vista social, la inversión en educación es rentable porque aumenta la
productividad de las personas que la reciben; para los individuos y las familias, la inversión en
educación también es rentable porque las remuneraciones están positivamente asociadas al nivel de
educación.
Suplementariamente, los beneficios de la inversión en educación son relativamente mayores en los
países de menor desarrollo que en los de mayor desarrollo, incluso en actividades tradicionales
como el agro. Estudios realizados para los países asiáticos encuentran que el grado de educación
influye en el crecimiento agrícola porque las personas más educadas tienen más capacidad para
elegir y utilizar tecnologías más modernas que las menos educadas.
Los estudios internacionales muestran una fuerte relación entre las inversiones en educación
e investigación y desarrollo tecnológico, y los indicadores de crecimiento económico y desarrollo
social. Un indicador relevante del estado de la educación es la evaluación del PISA (Programme for
International Students Assessment –Programa Internacional para Evaluación de
Estudiantes–) que lleva adelante la OCDE, la organización de países industrializados.
El Programa evalúa las habilidades de los estudiantes en 57 países del más variado nivel de
desarrollo e ingreso, en lectura, matemáticas y ciencias. Previsiblemente, los primeros puestos
en la lista de rendimiento son ocupados por países que prestan especial atención a la
educación.
La Argentina y Brasil se encuentran en los últimos puestos del ranking, junto a países de bajo
desarrollo de Oriente y Medio Oriente. En su última versión, el PISA muestra que la Argentina ocupa
el lugar 53 (de 56) en la escala de lectura, superando sólo a Azerbaijan, Qatar y Kyrgyzstan.
Además el país sufrió un profundo retroceso en la clasificación entre 2000 y 2006. En la escala de
ciencia ocupa el lugar 51, después de Indonesia y antes de Brasil, y en matemáticas el puesto 52,
superando nuevamente al país vecino, que está casi al fondo de la lista.
La desinversión en conocimiento de la Argentina y otros países de bajo desarrollo aumenta
progresivamente la brecha que los separa de los países de mayor crecimiento y es un factor de
consolidación del atraso.
La relación entre los esfuerzos estatales y privados en la promoción del conocimiento y el
desarrollo económico y social de las naciones aparecen en lugar prioritario en las historias de
crecimiento que se presentan en los próximos capítulos.