Hace algún tiempo, pasé un verano leyendo la obra del poeta inglés Stephen Spender. ¿Estaba obligado a leerlo? No. ¿Tenía que dar una clase sobre él? Tampoco. ¿Pasar una tesis de doctorado? Mucho menos. Simplemente, disfruto mucho de leer el grueso de la obra de un autor (incluso, cuando es posible, su obra completa del principio al fin), y poco me importa si ese escritor es un genio o, al contrario, si es levemente mediocre (como es el caso de Spender). Siempre es apasionante encontrar el sistema que guía la escritura de una obra, sus grietas, sus mutaciones, sus repeticiones, sus alteraciones.
Leer, para mí, es poder llegar a conocer la obra de un autor casi con lupa; sus detalles, sus pliegues, sus puntos de fuga, su singularidad, sus influencias. Aborrezco de los manuales, las descripciones generales y el uso de la sociedad para explicar la poesía y de la poesía para explicar la sociedad. Desconfío hasta la risa de la forma en que buena parte de nuestro campo intelectual usa la poesía para describir una época: Hölderlin explica el romanticismo; Baudelaire, la modernidad; Paul Celan, el nazismo, como si todo fuera tan obvio… (risa también me da la forma en que los intelectuales usan la palabra “un” para dar cuenta de ese atropello, frases lamentables como “vivimos en un tiempo en que ya no hay un Novalis, un Leopardi, un Edmond Jabes”). En fin, todavía hay intelectuales que suponen que encabezar con un poema un torpe ensayo sobre la crisis de la modernidad queda fino.
Leyendo la traducción de Alberto Girri y William Shand (Stephen Spender. Poemas 1928-1953, Losada, 1967), encuentro un poema de sus últimos años, que me parece francamente malo. Se titula A mi hija: “Claro apretón de su mano entera alrededor de mi dedo/mi hija, al caminar juntos ahora,/toda mi vida sentiré un anillo circundar/invisible este hueso con esplendor: cuando ya haya crecido/como lejos de hoy están sus ojos”. El poema es tosco, algo cursi, sentimental. Como la edición no es bilingüe, los poemas están sólo en castellano. Sin embargo, leí la traducción con confianza. Girri, además de buen poeta, en general es un buen traductor. Esa misma semana leí El mundo dentro del mundo, su muy entretenida autobiografía, y un par de libros en inglés: la primera edición de Ruins and visions, publicado en Londres en 1942 por Faber & Faber, y una sencilla antología de bolsillo. Y allí se encuentra nuevamente To my daugther: pero esta vez es un poema extraordinario, cargado de nostalgia, pesimismo y discreción. ¿Qué le habría pasado a Girri? ¿Cómo puede ser tan mala su traducción? ¿Estaría en una tarde poco inspirada? (en realidad confirmé mi vieja hipótesis: los poetas que a Girri no le gustan, los traduce mal, como hace con Ashbery).
Se me ocurrió entonces que podría traducir yo mismo ese poema. Pero lo dejé para más adelante, como suelo hacer con la mayoría de las cosas. Y así, mientras seguí leyendo a Spender, me topé con la edición de Poesía inglesa contemporánea, publicada por Fausto en 1974, traducida por E.L. Revol, donde reaparece A mi hija, esta vez muy bien traducido: “Mientras ahora vamos caminando, mi hija/Alegremente aferra un dedo mío con toda su mano./Toda mi vida sentiré que un invisible anillo/Circunda este hueso con su brillo; cuando crecida, /Esté muy lejos de hoy, como sus ojos ya lo están”. El castellano de Revol recrea el mismo espíritu de la lengua original, el poema es una epifanía, una reflexión sobre la tensión entre la experiencia (el anillo que circunda al hueso con brillo) y la memoria (que ya está muy lejos de hoy). Pocos recuerdan a Revol, pero fue un muy buen traductor, un correcto divulgador (Literatura inglesa del siglo XX, pese a ser un manual, se deja leer) y un buen ensayista, como queda claro en Pensamiento arcaico y poesía moderna (Editorial Assandri, Córdoba, 1960). Cuando un traductor es bueno, también vale la pena leer toda su obra, leerlo a él también con el encanto de la lupa.