Nos estamos acostumbrando. Peligrosamente nos estamos acostumbrando. Y, sí, acostumbrarse, a lo que sea, mentir, enamorarse, robar, trabajar, mirar para arriba (eso del telescopio) o para abajo (eso del microscopio), tomarse vacaciones, ir una vez por semana al supermercado, dormir la siesta, usted agregue lo que le gusta o lo que le atormenta, acostumbrarse a eso o a otras cosas menos recomendables, es peligroso. Escribir, por ejemplo. Hubo épocas en las que escribir era realmente peligroso. Ahora lo sigue siendo, pero de otra manera. No sé mucho de historia de la cultura, pero aunque me cueste imaginarlo, sé que hubo siglos en los que no escribíamos. Qué horror. No, no sé mucho, pero puedo imaginármelo y me parece directamente espantoso. No se confunda, por favor, no me refiero a lo que ponemos por escrito. Me refiero al mero acto mecánico de escribir. ¿Cómo se puede vivir sin sostener la birome con estos tres dedos, acercarla al papel y escribir desde novelas geniales hasta la lista del supermercado, eh? Dígame, ¿cómo se puede? Sí, ya sé, no se puede. Sí, ya sé, se puede dictar y grabar desde una novela genial hasta la lista del súper pasando por siete tomos de filosofía o un librito de análisis químico del bismuto tricolor si es que eso existe en cuyo caso debe ser interesantísimo. Pero no es lo mismo. Como imaginación más o menos insustancial una puede pensar en un mundo sin escritura en el que existen otros medios para dejar sentados sentimientos, ideas, proyectos, deseos y locuras y todo eso. Pero eso tampoco me resulta útil si lo que quiero es que el otro sienta el repeluz de lo que podría haber sido y no fue. No tendríamos libros. Tendríamos en su lugar… yo no sé qué cosas. Me sube por la conciencia la sospecha de acciones y actitudes inimaginables o peor, imaginables si les doy permiso de paso. Mejor dejémoslo así. No me toree, haga lo que le parezca, pero no me muestre tentaciones. Ya lo sé. Algo haríamos, algo tendríamos. Pero ¡ay!, no sostendríamos una varilla de punta sensible y colorida, no la haríamos deslizarse por el papel, no iríamos segundo a segundo viendo cómo se refleja en la superficie hasta ahora intocada eso que pensábamos o que sentíamos. Milagro, milagro, si una lo pone así, como algo hasta hace un segundo inexistente y que de pronto se le ocurre a una conciencia afiebrada, arriesgada y tentada por lo desconocido. Oquei, como dice mi nieta Martina, oquei, algo habría. Si a usted se le ocurre el qué, dígamelo y sufrimos a dúo.