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desafíos

Conectados con lo otro

1-11-2020-Logo Perfil
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Una buena forma de entender nuestros arduos procesos sociales, es –por qué no– la telepatía. Estar en el otro como un sudor, como una secreción. Así parece entenderlo Roque Larraquy, quien, una vez más, como con La comemadre, logra desviarme de toda lógica prisionera de los discursos que ya circulan para llevarme al delirio onírico de las verdaderas explicaciones nunca dadas. Larraquy es un mago del lenguaje y de las imágenes. Un poco como Aira, quizá con un norte narrativo más dirigido a lo real, opera milagros y pliega mundos ante los ojos. Los valores asquerosos de nuestra oligarquía, perimidos ya en su nacimiento, regurgitados por jóvenes libertarios de ocasión, aparecen aquí con una irresponsabilidad que juzgo urgente y necesaria. En pandemia, con todos encerrados repensando nuestros quehaceres, Roque parece haberse liberado de todo yugo, de toda responsabilidad, para surgir susurrante del encierro con La telepatía nacional, una lúdica joya editada por Eterna Cadencia. 

El pasado de nuestra oligarquía, de un positivismo retrógrado y banal, es el tapiz sobre el que teje la historia más sorprendente: es antropología ficción en estado puro, bajo la forma inescrutable del documento objetivo, desde la carta que el traficante de indios peruanos le envía a Amado Dam para informarle del traslado de una veintena de ejemplares para el flamante antropoparque de Tandil, hasta los informes de la Revolución Libertadora sobre el uso de esta arma secreta que entró traficada con los indios: un objeto de adoración amazónica que permite la telepatía y, con ella, el espionaje, la persecución, la delación y –finalmente– el aplastamiento.

Eso que llamamos nuestra cultura puede ser apreciado como lo más ridículo del mundo si movemos un poco el punto de vista. Estos indios sucios y enigmáticos, por un vacío legal en migraciones (no responden a nombres, sino a sonidos), deben permanecer ocultos en el depto de Santa Fe y Callao al cuidado esmeradísimo de sirvientas y asistentes con aspiraciones de ascenso social. Para el salvaje, el mundo es obra de un plegamiento de la tierra y, en su terruño, este plegarse es completamente lógico y genera herramientas y chocería de acuerdo a unas necesidades equis. Pero en Buenos Aires, coligen los salvajes, el plegamiento debió ser anterior a la llegada de los blancos, porque las cosas que hay no parecen servir para sus fines. Somos habitantes de una necesidad anterior y ajena. Díganme si no es una definición escalofriante que define a cualquier urbe del tercer mundo.

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Larraquy nos desafía a repensar el poder nacional a partir del descubrimiento poético e hilarante de una práctica de intercambio (la telepatía, la alteridad, el roce) que para los salvajes era puro ocio y que en las manos negras, las nuestras, se convierte en pesadilla. Hay más noticia fresca en esta novela despiadada que en cualquier noticiero de la mañana.