Seguí con cierta perplejidad las operaciones de marketing asociadas a la posibilidad de un Premio Nobel para un escritor argentino. Este año el ruido fue mayor que de costumbre. Primero se empezó a hablar de Samanta Schweblin, una escritora joven y con poca obra, con una trayectoria que difícilmente entre en consideración para los electores de la Academia Sueca. Lo de Schweblin pareció uno de esos señuelos que se lanzan cuando hay que ocupar un puesto público para después hacer aparecer el nombre del verdadero candidato, en este caso el de César Aira. No es que Aira tenga demasiados adeptos entre sus colegas (creo que allí tiene más enemigos que amigos), pero la Argentina es un país futbolizado y siempre hay que hacer el gesto nacionalista de alentar al que defiende los colores.
Así fue como uno de los organizadores de la patética vigilia para esperar los resultados en Estocolmo, declaró que “la lectura ocurre en lo colectivo”. Tal vez quería decir que la practica en el ómnibus, pero agregó que no había que elegir entre Aira y Piglia, representantes de modos antagónicos de entender la literatura. También es curioso que ese banderazo al son de la Internacional estuviera dedicado a un escritor cuyo último libro, El arqueólogo (Blatt & Ríos, 2025), ridiculiza el régimen soviético que gobierna la Moldavia imaginaria del protagonista, quien detesta el deporte nacional y se sabe superior al resto de sus colegas por la calidad y cantidad de su obra, aunque el sistema nunca le reconozca sus méritos. Aira ridiculiza incluso el barrio lleno de monoblocs en el que vive su arqueólogo, un barrio tan semejante a ese de Flores donde tuvo lugar la vigilia, “condenado a perpetuidad al gris de la clase media colectivista, que era la peor especie de clase media”. Es como si El arqueólogo hubiera descalificado por adelantado a los promotores de ese gesto oportunista y desencaminado.
Y ahora hablemos de cosas más serias. Supongo que a Aira le hubiera venido bien el millón de dólares del Premio Nobel. Pero también creo que, de haberlo ganado, vivir en la Argentina del cholulismo desenfrenado y de la manipulación política se le habría hecho muy difícil. Su arqueólogo se queja de la costumbre de sus conciudadanos de invitarlo a todo tipo de ceremonias oficiales y privadas como si tuviera la obligación de asistir a ellas. Es que es muy difícil ser un Premio Nobel, y más de literatura, donde todo el mundo tiene algo que decir. Como es un tipo amable, a Aira le costaría hacer lo mismo que un outsider como Bob Dylan, quien agarró el cheque y salió corriendo para volver a su vida normal fuera de las letras. De todos modos, me parece difícil que Aira gane el Nobel. Su inventiva, su fluidez y la fineza de sus razonamientos, su lúcida visión de un futuro posible para la literatura, no están amparados en la pompa y la apelación al Arte con mayúscula propias de un László Krasznahorkai, quien después de ganarlo se declaró custodio de ese templo rígido y monumental que Aira aprendió a mover con el pensamiento. Como Borges, Aira es demasiado ligero, demasiado original y demasiado consciente de que no se debe utilizar la inevitable melancolía del artista para chantajear a los lectores. El problema es que los suecos desconfían de la honestidad que no se ampara bajo la coartada de lo grave.