La Argentina asumirá en diciembre la enorme responsabilidad de liderar por un plazo de doce meses el G20. Esta serie de encuentros multidisciplinarios entre los principales países desarrollados y en desarrollo se ha convertido en el más relevante núcleo de gobernanza y cooperación global. Guiar este foro de suma importancia en las relaciones internacionales contemporáneas da a la política exterior argentina la oportunidad de consolidar su prestigio y su impacto.
Aunque el foco inicial del G20 fue la cooperación financiera, su campo de acción se ha extendido a todo lo relacionado con el desarrollo sustentable. Así, este encuentro entre los liderazgos de las principales potencias establecidas y emergentes se convierte en un importante elemento de conexión entre las diversas redes de la gobernanza internacional.
Uno de los desafíos del G20 ha sido encontrar el balance entre su representatividad y su impacto. Luego de la crisis asiática de 1997, y en particular después de la crisis financiera global de 2008, las potencias establecidas tomaron plena conciencia del nivel de interdependencia económica a nivel global, y de la importancia de los países en desarrollo más relevantes. En consecuencia, incorporaron a las principales naciones en desarrollo al G20, intentando lograr un cierto grado de representatividad geográfica.
Dado su proceso de creación, el G20 ha funcionado con la dinámica de un directorio o, como ha afirmado John Luckhurst: “Como miembros de un club que cooperan en la manera informal y consensual característica de un grupo de miembros autoseleccionados”. Actuando en base a intereses comunes más que a una convergencia de tipo político-normativa, el G20 tuvo una crucial intervención al neutralizar varias de las potenciales y desastrosas consecuencias de la gran crisis financiera global de 2008. Esto se logró a través de la coordinación de acciones y la cooperación global entre bancos centrales y ministerios de Hacienda. En consecuencia, la cumbre de jefes de Estado anual del G20 se convirtió de facto en el comité de dirección para la gobernanza económica multilateral. Sin embargo, los logros posteriores a la gran crisis fueron más modestos; entre ellos se pueden mencionar las mejoras en cuanto a regulación macroprudencial y mayor cooperación en el FSB (Financial Stability Board), la implementación de los acuerdos Basel III –el marco regulador internacional para bancos– y una relativamente modesta reforma del FMI.
Aunque una potencia media como la Argentina no puede hoy aspirar a tener el mismo grado de influencia que la que tuvo una potencia establecida como Alemania en 2017, la presidencia rotativa es una importante herramienta para orientar el debate de políticas globales. La Argentina deberá analizar la relevancia de las temáticas de las cumbres anteriores, entender las posiciones actuales de los diversos miembros e intentar intercalar temas prioritarios de su propia agenda, pero de relevancia global.
Sin existir un legado de representatividad expreso de otros países sudamericanos hacia la Argentina, ésta debe intentar convertirse en un rule shaper (que influencía las reglas), teniendo en cuenta los intereses regionales. Asumir la responsabilidad de liderar el G20 genera legitimidad, y esta legitimidad generará grados de influencia en la región, aunque no en todos los países por igual, dadas las diferencias ideológicas existentes. Lógicamente la Argentina escuchará con cuidado a las naciones con las que quiere estrechar más aún sus vinculos económicos, comerciales y políticos: los miembros del Mercosur y de la Alianza del Pacífico. Así, una de las prerrogativas del país organizador es invitar a un número limitado de países al encuentro, y Argentina ya ha invitado a Chile a participar.
Para influenciar realmente la agenda del G20 será necesario que nuestros equipos negociadores cuenten con personas de primer nivel, conocedoras y actualizadas en los temas que se deben tratar. El G20 genera altos esfuerzos de sociabilidad entre sus miembros e interlocutores, debido a su reconocida autoridad política y estratégica. Las intensas discusiones, deliberaciones, acciones retóricas y de persuasión son un indicador de que sus miembros consideran prioritario este foro como elemento de coordinación de políticas globales. Si no contamos con profesionales o expertos de calidad, el grado de influencia en la agenda del G20 será mínimo.
El G20 puede ser un poderoso vehículo para la implementación de una estrategia de “horizontes diversos”, que procure mantener relacionamientos simultáneos y positivos con el exterior próximo, las potencias establecidas y las emergentes. Todas están fuertemente representadas en este foro. Esto es crítico en un contexto donde el grado de difusión del poder mundial es alto, y donde se cuestionan abiertamente aspectos del sistema de gobernanza global. Vale destacar que ante las demoras en dar más protagonismo a las potencias emergentes en los organismos financieros internacionales (FMI y Banco Mundial), la reacción de éstas fue crear el AIIB (Asian Infrastructure Investment Bank) y el Brics New Development Bank (NDB). Pero en Hamburgo (2017) los más contestatarios en las áreas de comercio mundial y cambio climático fueron los EE.UU., y hasta se llegó a describir la cumbre de jefes de Estado como el “G19+1”, con los EE.UU. de un lado y los otros miembros del otro.
En los hechos, que algunos Estados en desarrollo puedan potencialmente abandonar instituciones del sistema de Bretton Woods dada la falta de inclusión, o que una potencia establecida reniegue de sus compromisos en el campo comercial o climático por considerarlos “injustos”, incrementa la importancia del G20, que ha sido diseñado en esencia como un foro de discusión informal entre iguales. Asegurar que los diálogos en este ámbito se mantengan a pesar de las diferencias será para la Argentina tanto un desafío como una fuente de prestigio e impacto.
*Autor de Buscando consensos al fin del mundo: hacia una política exterior argentina con consensos (2015-2027), publicado por el CARI, con el apoyo de la Fundación Konrad Adenauer.